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Columna
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ETA y las sirenas

La interpretación dada por los portavoces del PP a las dos bombas colocadas durante la madrugada del pasado domingo en Zarautz repite el diagnóstico formulado sobre los otros cuatro artefactos explosionados hace diez días por ETA en diversas localidades guipuzcoanas. Las dos series de atentados serían la burlona respuesta de los terroristas a la moción aprobada en el debate sobre el estado de la nación para autorizar un eventual "final dialogado de la violencia" si -y sólo si- la banda criminal "se disuelve y depone las armas" sin recibir ningún precio político a cambio. Además de "traicionar a los muertos", la propuesta socialista votada por la Cámara de Diputados el 17 de mayo -concluye el PP- ha cosechado el olímpico desprecio de ETA, "moribunda" al final del mandato de Aznar pero "revigorizada" ahora gracias a las irresponsables expectativas de diálogo suscitadas por el presidente Zapatero; no se entiende, sin embargo, que los populares atribuyeran hace un año -y sigan atribuyendo todavía hoy de forma oscura y contradictoria- la autoría de una conspiración criminal tan compleja y preparada como el atentado del 11-M a una banda agonizante al borde del KO en el momento de llevarlo a cabo.

La reciente resolución de la Cámara de Diputados -que repite literalmente frases del Pacto de Ajuria Enea de 12 de enero de 1988- no es una oferta comercial con plazo de vencimiento fijo que se preste a ser aceptada o rechazada como por ensalmo; el objetivo de la propuesta no es sino reabrir una perspectiva que nunca ha sido abandonada del todo (el Congreso la hizo suya el 14 de mayo de 1998) y a la que el Gobierno se propone regresar a la luz de las modificaciones producidas en el contexto nacional e internacional de la lucha contra el terrorismo. Aznar reaccionó de manera semejante cuando creyó adivinar en 1998 -apenas había transcurrido un año desde el asesinato de Miguel Ángel Blanco- cambios de ese signo; el ex presidente explica que aceptó conversaciones con la banda terrorista -pese a mirar "con desprecio" y no prestar "el menor crédito" a la tregua-trampa de ETA- porque "valía la pena no echar en saco roto la posible esperanza que aquello hubiera podido suscitar en una parte de la población" (Ocho años de gobierno, págs. 222-223).

Los dirigentes del PP realizan por arte de birlibirloque un galopante deslizamiento hermenéutico desde el final dialogado de la violencia defendido con luz y taquígrafos por Zapatero en el Parlamento hasta la opaca negociación con las armas en la mano entre los terroristas y el Estado de derecho que el PP le atribuye sin el menor fundamento. La propuesta aprobada por el Congreso no se limita a habilitar a "los poderes competentes del Estado" -léase el Gobierno- para emprender un diálogo con "quienes decidan abandonar la violencia" si se dan los supuestos exigidos; también condiciona drásticamente el ámbito y las fronteras de las conversaciones. Si Ulises ordenó a sus compañeros que le atasen al palo del navío para prevenir la tentación de caer en las trampas de las sirenas, el presidente del Gobierno se ha comprometido a respetar en todo momento "el principio democrático irrenunciable de que las cuestiones políticas deben resolverse únicamente a través de los representantes legítimos de la voluntad popular" precisamente para eludir los engaños de ETA. No era necesario para saberlo esperar a que Fernando Savater -un ejemplar militante del movimiento cívico vasco ¡Basta Ya!- lo contase tras una entrevista con Zapatero: el jefe del Ejecutivo lo había dicho ya desde la tribuna del Congreso.

Dados los frustrados precedentes de 1989 y 1998, ¿merece la pena correr el riesgo de ese tercer intento? Los atentados fallidos o sin resultado de muerte de los últimos meses ponen de manifiesto que la banda terrorista -por debilitada que se encuentre- conserva una cierta infraestructura operativa: la derrota policial y judicial de ETA -inevitable a largo plazo- no parece inminente. Y la lealtad a la izquierda abertzale de los seguidores de la ilegalizada Batasuna (con el voto nulo en las municipales de 2003 y legislativas de 2004 o con el respaldo inducido al Partido Comunista de las Tierras Vascas en las autonómicas de 2005) muestra la resistencia inercial y el lento desgaste de una base social cifrable todavía en 150.000 sufragios.

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