_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Por respeto a las víctimas

No se puede tratar frívolamente nada que haga referencia a un suplicio, ni bromear con las capuchas ni los hilos eléctricos de la prisión de Abu Ghraib; ni con los instrumentos de tortura de los campos de concentración; ni con la silla eléctrica, ni con la guillotina, ni con el garrote vil, ni con el pelotón de fusilamiento; ni con los laeger soviéticos, ni con los hornos crematorios nazis.

Tomárselos en broma es burlarse de las víctimas, que merecen todas ellas un gran respeto, sean inocentes o no lo sean. Detrás de cada uno de estos instrumentos de tortura hay personas concretas, rostros humanos con nombre y apellidos, tanto si nos resultan desconocidos -pienso en los presos de iraquíes y en tantos hombres y mujeres víctimas de todo tipo de tortura- como si forman parte de nuestra historia más reciente e inmediata, como el presidente Lluís Companys, el militante católico y catalanista Carrasco i Formiguera o el joven Salvador Puig Antich.

Tampoco se puede ser frívolo ni hacer bromas con los instrumentos de tortura de Jesús de Nazaret, el hombre justo, bueno, que vivió enteramente y siempre para los demás. Por muy lejana que se encuentre en la historia, no se puede olvidar que la crucifixión -con las torturas que la precedieron- es una forma ignominiosa de ejecutar a un condenado a muerte.

Los instrumentos de la ejecución de Jesús, por otra parte, a través de la evolución religiosa y cultural de los últimos 20 siglos, han adquirido una dimensión simbólica muy rica y muy intensa para millones y millones de personas. Por eso deben ser tratados con finura de espíritu.

Pero hay que partir de una base más amplia y más profunda, que vale igual tanto si uno es creyente como si no lo es. Porque no se trata de una simple cuestión religiosa, que por sí misma ya sería merecedora de consideración. El tema es más fundamental y afecta a los valores humanos.

Una sociedad democrática, con los cargos públicos que la representan al frente, debe tener un gran respeto por todos aquellos que han visto conculcados sus derechos y han sido torturados y ejecutados, sean del color que sean. Y este respeto debe extenderse a los símbolos que recuerdan su ejecución.

Josep M. Soler es abad de Montserrat

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_