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Traducir a los muertos

¡Traduttore, tradittore! No pude evitar rememorar ese tópico admonitorio al oír la acusación de "traicionar a los muertos" por ETA vertida contra el presidente del Gobierno por Mariano Rajoy en su apocalíptico discurso del debate parlamentario sobre el estado de la nación. Si la equiparación entre traductor y traidor fuera cierta, la infamia de Rajoy se volvería inevitablemente contra él, pues sólo puede llamar "traidor a los muertos" quien presume -dando así pábulo a la sospecha que el dicho formula- de ser un buen "traductor de los muertos", de poseer el monopolio de la correcta interpretación del sentido de su muerte.

Monopolio reveladoramente compartido por Rajoy con Francisco Alcaraz, presidente de la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT), para quien la propuesta socialista para terminar con el terrorismo sin descartar el diálogo con ETA constituye una "inmoralidad y humillación a las víctimas" porque "deja sin sentido" los casi 1.000 muertos de ETA (EL PAÍS, 15-5-2005). Tanto Alcaraz como Rajoy, tras disfrazarse de representantes autoproclamados de un colectivo de problemática unidad ("los muertos", "las víctimas") y dar por supuesto que las casi 1.000 muertes producidas por ETA tienen un único sentido, se presentan ante los ciudadanos como intérpretes privilegiados de ese significado supuestamente único y como traductores autorizados del mensaje supuestamente unitario que ese colectivo silenciado -"los muertos", "las víctimas"- desea transmitir a los políticos y al Gobierno.

Y a Rajoy y Alcaraz -a los múltiples "rajoys y alcaraces" que pontifican y condenan en radio y prensa en nombre de las víctimas del terrorismo- en modo alguno les perturba su arrogante actitud profética o les hace dudar lo más mínimo sobre su esotérica capacidad de escuchar la voz de los muertos, hechos como que la única víctima directa de ETA que se sienta en el Parlamento, una de las pocas víctimas que, aunque perdió una pierna en el atentado sufrido, no está muerto y conserva por tanto su propia voz sin que nadie tenga que traducir su mensaje, el joven parlamentario socialista Eduardo Madina, respalde abiertamente la propuesta socialista que Alcaraz considera "inmoral y humillante" para las víctimas y gesticulara ostensiblemente desde su escaño en protesta contra la infamia de Rajoy. Al fin y al cabo, se dirán los "alcaraces y rajoys", ya había dictaminado un eminente miembro del Foro de Ermua, Iñaki Ezkerra, que "la patética imagen de Madina ante una subdelegación del Gobierno", protestando el 13-M contra las mentiras del PP, "despojaba de sentido democrático a su sacrificio" y equivalía a "un atentado contra sí mismo" (La Razón, 15-3-2004). Dicho de otro modo: si el PP es el incuestionable representante de las víctimas, quien critique al PP no puede ser víctima. El coro supuestamente unánime de las víctimas no acepta voces disonantes.

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A diferencia de Madina, los muertos no hablan y cualquier farsante puede atreverse a hablar en su nombre, pero habrán de reconocer al menos los "rajoys y alcaraces" que si Lluch y Jáuregui -dos de los socialistas asesinados por ETA en la última década- se encuentran entre los muertos cuyas voces oye y traduce Rajoy, difícilmente podrá el líder del PP decir que Zapatero les ha traicionado, pues nada más parecido a lo que éste se propone hacer que lo que aquellos proponían que se hiciera; explícitamente en contra, por cierto, de la opinión y de la actitud política del PP y de la voluntad de ETA, que quizá por eso los asesinó.

Se podrían multiplicar los ejemplos de hasta qué punto variaban y divergían, cuando vivían, las opiniones ideológicas y las actitudes políticas de los muertos por ETA, hasta qué punto sería polifónico, inarmónico y desentonado -si se oyeran todas- el coro de voces de las víctimas directas de ETA, y hasta qué punto sería caótico, chirriante e inaudible si se sumaran las voces de las víctimas indirectas, de los parientes y amigos de las víctimas, de sus distintos "representantes" y "traductores", de sus diferentes asociaciones.

Entre las víctimas mortales de ETA hay hombres, mujeres, ancianos y niños; nacidos dentro y fuera del País Vasco; euskaldunes y erdeldunes; del PP, del PSOE, del PNV, de HB y hasta de la propia ETA; militares, guardias civiles, policías nacionales, ertzainas y etarras díscolos o disidentes; políticos, periodistas, concejales, taxistas, cocineros, torneros, tenderos, empresarios, estudiantes, amas de casa, supuestos y reales camellos, conductores de autobús, funcionarios de prisiones, parados, jubilados y turistas; fascistas, demócratas, nacionalistas españoles, nacionalistas vascos, ácratas y pasotas; abertzales, patriotas españoles, antinacionalistas y quizá hasta apátridas; gente con ideología política y gente sin ella, gente que votaba a toda la gama de partidos y gente que no votaba; católicos, ateos y agnósticos. Gentes de todas las edades, sexos, profesiones, nacionalidades, clases sociales, ideologías, aficiones y adscripciones políticas. De todo menos curas.

Lo único que todos estos muertos tienen en común es ser víctimas de ETA, haber sido asesinadas por ETA: cuando vivían nada les unía más allá del hecho de estar vivos y querer seguir viviendo; sus opciones vitales, su ideología, sus opiniones políticas o apolíticas, su voto, sus filias y fobias, su carácter y su catadura moral, fueron sin duda en vida de lo más diverso e incluso opuesto. Por eso no puede haber nadie que represente con fidelidad tantas y tan diversas voces, tantas y tan opuestas y contradictorias actitudes morales, políticas y sociales. Por eso no puede nadie que no sea un farsante hablar en nombre de los muertos por ETA.

Incluso limitando el ámbito de las víctimas a aquellas que, a ojos de ETA, tenían una significación política más clara, a quien abrigara la tentación política de hablar en su nombre debería bastarle con saber que entre los muertos por ETA están Carrero y Yoyes, militares golpistas y militares demócratas, jueces conservadores y jueces progresistas, políticos y concejales del PP y del PSOE, partidarios y detractores del diálogo con ETA; debería bastarle con tener presente esa diversidad política, una diversidad que llega hasta el antagonismo, para concluir que la fidelidad política a unos muertos conlleva necesariamente la traición política a otros muertos y que, por tanto, carece de todo sentido político acusar a nadie de "traicionar a los muertos" presuponiendo, al hacerlo, que quien acusa les es fiel. Es quien invoca políticamente a los muertos, quien presupone fraudulentamente que les es fiel, que se puede ser políticamente fiel a los muertos, quien inevitablemente les traiciona, quien traiciona al menos, lo quiera o no, a algunos de ellos.

Debería ser obvio el absurdo de intentar resolver las diferencias políticas entre los vivos recurriendo a unos muertos que, cuando vivían, reproducían esas diferencias con escrupulosa exactitud. Si lo fuera, ningún político se atrevería a invocar a los muertos en sede parlamentaria cuando se discute cómo resolver los problemas de los vivos, especialmente el problema del terrorismo, el problema de cómo evitar que haya más muertos, que ETA vuelva a matar después de dos años sin hacerlo. Desgraciadamente ese absurdo no es todavía obvio para todos, como lo revela la reciente invocación a los muertos por parte de Rajoy para acusar a Zapatero de traicionarles y el hecho de que éste, el PSOE y la opinión pública hayan percibido esa acusación como injusta, ofensiva e insidiosa más que como lo que es: contradictoria, absurda y estúpida.

Ahora bien, así como el contenido de la acusación carece de sentido, el hecho de realizarla tiene una indudable significación política, tanto retrospectiva como prospectiva, especialmente si se la vincula con las otras dos acusaciones que la acompañaron (violar la Constitución y romper España) como justificación del rechazo del PP a apoyar al Gobierno en su proyecto de acabar con el terrorismo sin descartar un doble diálogo con ETA y Batasuna.

Retrospectivamente, la acusación de Rajoy ilumina de forma diáfana el papel instrumental de las víctimas en la política antiterrorista y antinacionalista del PP tras el fracaso del diálogo con ETA del Gobierno de Aznar y la ruptura de la tregua de Lizarra. La conversión de las víctimas de ETA en mártires de la Constitución, como modo de sacralizar ésta con la sangre vertida por aquéllas, y la identificación de la integridad irreformable de la Constitución con el mantenimiento de la unidad de España, acabó por transformar a los muertos por ETA en "caídos por España" y a todo el que aspirase a reformar la Constitución o los Estatutos de Autonomía, a socialistas y nacionalistas vascos y catalanes, en "cómplices de ETA". El discurso aznarista metamorfoseaba las crecientes, múltiples y variadas divergencias políticas entre el PP y el resto de los partidos en un conflicto frontal entre una España fiel a sus "caídos" (las víctimas de ETA) y el terrorismo de ETA asistido por sus cómplices disfrazados de demócratas.

Antes del 11-M y mientras ETA se mantuvo letalmente activa esa retórica martiriológica del PP resultó políticamente eficaz, pero el 11-M, el 14-M y la posterior inactividad de ETA han ido poniendo de manifiesto, a la vez, el carácter delirante del discurso patriótico-antiterrorista de Aznar y la incapacidad del PP de desprenderse de él. Sólo tras una crítica radical del aznarismo y de todo el discurso antiterrorista del PP desde el final de la tregua de Lizarra habría sido posible que Rajoy no confundiera las reformas de los Estatutos y de la Constitución con la ruptura de la unidad de España y no identificara esa supuesta ruptura y el final dialogado de ETA con una "traición a los muertos".

Lo verdaderamente preocupante de esta tardía perduración del delirio aznarista en boca de Rajoy es que la condición sine qua non de que su discurso político y su acusación adquieran cierta apariencia de sentido es que ETA vuelva a matar y ello permita de nuevo al PP transformar a las víctimas de ETA en mártires de la Constitución y en "caídos por España", en muertos políticamente instrumentales a los que Zapatero habría traicionado y cuyo mensaje habría traducido adecuadamente Rajoy, olvidando desgraciadamente una vez más que: ¡Traduttore, tradittore!

Juan Aranzadi es escritor y profesor de Antropología de la UNED.

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