Lo que acecha al niño
Quizá el cuento del flautista de Hamelin, quien, engañado por los pueblerinos que no le pagan la desratización, se lleva a los niños, tenga una lectura freudiana: el flautista es el pederasta que arrastra a los niños con su encantamiento. Y ¿qué decir del símbolo fálico de la flauta? Juan Mayorga hace una alusión directa, por el título a su fábula y él, o el director, ponen en el centro de un escenario vacío -con sillas- una jaula con un par de ratas a las que estuve compadeciendo todo el rato. Son unos animales aborrecidos, no sé por qué más que otros, quizá por ancestrales estremecimientos tras sus plagas medievales.
La historia esencial es la de un niño, protagonista casi silencioso, representante de una cultura triste de barrio. Algún personaje -el padre- culpa alguna vez de todo al barrio: quiere decir, pero no lo dice, a la pobreza. Al niño le pasa de todo: no hay casi comida en su casa, su padre no trabaja, les cortan la electricidad -la luz, se suele decir-, vive entre la calle y el colegio... Y es terreno abonado para el pederasta que les halaga, les mima; da dinero a sus padres.
Hamelin
De Juan Mayorga. Intérpretes: Blanca Portillo, Andrés Lima, Alberto San Juan, Guillermo Toledo, Javier Gutiérrez, Roberto Álamo y Helena Castañeda. Compañía Animalario. Director: Andrés Lima. Teatro de la Abadía. Madrid.
Un juez tiene noticia del abuso y pone en marcha la investigación. En estas investigaciones el juez, que se lleva mal con su mujer, conoce a una psicopedagoga y emprende con ella una acción secundaria: el amor. Ella nos sirve para escuchar algunas lecciones de cómo es un pederasta, qué busca; sobre todo, qué le pasa al niño, cómo se defiende o cómo se entrega. El niño, aquí, es un actor adulto que hace ese papel solitario, casi silencioso, casi autista, avergonzado o miedoso. La obra expresa esa delgadez buena de la estética concisa y de la descripción de un mal.
Yo encuentro otros males, y supongo que muchos espectadores también: el autor y la compañía no cortan esa sospecha. El niño es víctima de más cosas: de su separación de padres y ambiente, de la vergüenza que cae sobre él, del miedo a lo que le está pasando. Lo es del barrio, queda dicho, y de sus compañeros de juegos y de extorsión; lo es del juez o pesquisidor que le encierra en un reformatorio, de la psicopedagoga que no quiere que vuelva a su casa: lo es del pederasta y lo es de toda la sociedad que trata de salvarle. Con peso distinto, claro. La personalidad del pederasta queda apenas definida en un perfil social: atrae a los niños llevándoles a misa, cuelga un crucifijo de su pecho, es meloso y sórdido, es delator a la policía... El hecho de que el espectador añada más a la obra que ve es un elogio a su calidad literaria: hace pensar, hace añadir acciones, o dudas. Ni siquiera trata de resolver el final en un sentido: el niño está ahí, ante nosotros, cerrado en sus dibujos en el suelo, absorto. Casi autista. Naturalmente, continúa la pobreza en el barrio. Y la pederastia. Y las casas sin gas y sin fluido eléctrico. Sólo se resuelve el conflicto del juez, el amor por la psicóloga de la infancia.
Ése es el interés de la obra; y el interés teatral está en esta compañía cuya importancia crece continuamente, sobre todo a partir de su divertida farsa sobre la boda en El Escorial, que ha recorrido toda España. No cito a ninguno de los actores porque los siete, con papeles mayores o menores, dan sensación de autenticidad representada; uno de ellos, Andrés Lima, es el director de escena que ha acertado en la forma de la representación, en cómo dar vida al texto del joven autor Juan Mayorga, que también crece cada día en importancia literaria dramática.
Babelia
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