Desde una prisión solitaria
En una tarde azul barcelonesa de las últimas semanas me sumerjo en el abarrotado interior de la librería La Central de la calle de Mallorca. En el primer piso empieza la presentación de un libro. Mientras me abro camino entre los barbudos intelectuales sesentayochescos y los pulidos y refinados estudiantes de las universidades privadas, observo al escritor que presenta su obra: es un hombre frágil y sutil, su mirada abarca toda la sala, pero no distingue a nadie ni nada. La verdadera vida de ese hombre vaporoso es su aislamiento en medio del ajetreo, su ruidosa soledad, como describió esa experiencia otro escritor centroeuropeo al que Ádám Bodor me recuerda: Bohumil Hrabal. Todos los autores que experimentaron de lleno el terrible siglo XX centroeuropeo tienen algo en común, pienso, pero antes de poder desarrollar mi pensamiento el editor de la novela, Jaume Vallcorba, y la presentadora, la crítica literaria Cecilia Dreymüller, dan comienzo a sus discursos.
Ádám Bodor pasó por Barcelona para presentar su novela 'La visita del arzobispo'. Un autor que oculta un complejo pasado
Vallcorba, descubridor de Ádám Bodor, y no sólo para España, cuenta que este escritor en lengua húngara, nacido en 1936 en la Transilvania rumana, visita Barcelona con motivo de la publicación de su segunda novela traducida al castellano, La visita del arzobispo (Acantilado). Observo a Bodor y veo que es un hombre que no se sincera fácilmente, que está acostumbrado a ocultar su vida. A los 17 años, explica Vallcorba, fue encarcelado por participar en un movimiento anticomunista. Pasó dos años en la cárcel estalinista en Rumania. Entonces cuenta el mismo autor: "La estancia en la prisión fue durísima, allá por los años 1952 y 1953. Al principio me cayeron cinco años, pero al cabo de dos, una amnistía me dejó en libertad. El tiempo en la cárcel se hace interminable. En una celda solitaria, tu situación es algo más soportable que si compartes celda con otros prisioneros. Sin embargo, a los 16 o 17 años uno tiene aún muchas reservas físicas y mentales. Que esa etapa de mi vida fue provechosa, sólo me di cuenta más tarde". El autor explica que una situación límite como la cárcel y la tortura fue, paradójicamente, una suerte; en ella Bodor se descubrió a sí mismo, encontró su vocación y estableció su escala de valores.
Ádám Bodor, superviviente del nazismo y la guerra, de una cárcel estalinista y la sangrienta invasión soviética de Budapest en 1956, Bodor, esa víctima de las crueldades del siglo XX, no puede escribir sino sobre sus propias vivencias. En Bogdanski Dolina, ese lugar imaginario donde sitúa su novela La visita del arzobispo, en los Cárpatos, hay un centro de aislamiento donde se recluye a los indeseables. Una jerarquía eclesiástica domina ese centro y el pueblo, y lo aterroriza. Como en las obras de Kafka y Beckett, la población de la novela está a la espera de algo que la debe salvar: la visita del arzobispo. La lectura de esa novela y la anterior de Bodor, El distrito de Sinistra (Acantilado, 2004), es angustiante porque introduce al lector en un mundo doloroso, el de una despiadada dictadura en la que los hombres están abocados a la violencia como respuesta al terror al que están sometidos. Pero hay algo que salva al universo de Bodor de una sordidez y una negrura absolutas, dice la simpática y brillante voz de Cecilia Dreymüller, la presentadora: lo salva la belleza. Bodor halla la belleza en lo abominable; la basura que se amontona en Bogdanski Dolina posee una esplendorosa y sensual luz propia.
Al terminar la novela el lector tiene una experiencia gratificante que bordea una revelación, sigue contando Cecilia, y yo me identifico con su vivencia: el lector descubre que, de hecho, todos vivimos en un mundo de violencia y terror de diversa índole y que el único camino para no dejarse hundir por lo sórdido y lo espantoso es tener la libertad interior y la lucidez suficientes para ser capaz de ver lo sublime de la belleza en cualquier circunstancia, como ese resplandor que emana de la basura de Bogdanski Dolina.
Mientras escucho la voz reflexiva de Cecilia, observo al escritor húngaro-rumano-transilvano que parece salido del mundo fantasmal de sus novelas: Bodor no mueve ni un músculo mientras habla ni cuando los demás opinan acerca de él. En su rigidez, su cara parece una máscara; sólo sus ojos, aunque inmóviles y aparentemente indiferentes, denotan una intensa vida interior. Y una llama de convicción brilla en su voz monótona cuando afirma, a la hora de las preguntas, refiriéndose a la Unión Europea: "Ningún poder centralizado debería tomar decisiones sobre los destinos de los individuos". Evidentemente, esa idea viene de un hombre que ha pasado décadas en un régimen totalitario y años en la cárcel. Pienso en los escritores checos que han vivido en circunstancias parecidas a las de Bodor; su literatura se lee como el testimonio de unos náufragos, al igual que las novelas de sus colegas de los países vecinos: los húngaros Imre Kertész y Attila Bartis o las polacas Magdalena Tulli y Olga Tokarczuk, entre otros. Esos autores -sobre todo si son de la generación de Bodor-, acostumbrados desde siempre a salvar al individuo frente al poder y a derrumbar sistemas políticos que destruyen al hombre, en esta época en la que hay que construir algo -la democracia-, han perdido su voz junto con su sentido de orientación y su identidad. Sólo los más creativos han sabido encontrar su nueva voz personal en los escombros de su identidad devastada.
Mientras Antonio Ramírez, de La Central, nos sirve un vasito de vino tinto y su tímida sonrisa, pienso que, sin duda, la literatura de Bodor nos confirma una vez más que las voces que nos llegan de la Europa central y del este, esa zona que padeció los rigores del siglo XX con mayor intensidad, se hallan entre lo más interesante y profundo que ofrece la literatura europea contemporánea.
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