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Columna
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Politiquilla

Según algunas apreciaciones de los sociólogos, la gente se interesa poco o muy poco en las cuestiones políticas, lo que no quiere decir que llegadas las consultas electorales deje de acudir a las urnas dado el considerable estrépito que se organiza en las jornadas precedentes, aunque, al parecer, con entusiasmo decreciente. Quizá a ello contribuya la duplicación o triplicación de las administraciones públicas en un mismo territorio y la distinta oferta que los grupos hacen de sus programas, cuando los tienen. Los madrileños sufrimos un triple cacao, ya que por un lado el poder del Estado se encuentra en unas manos, el comunitario en otras y el municipal en cierto estado gaseoso. Esto sucede en otras partes de España y el ciudadano, si hacemos caso de esos estudios, dedica escaso tiempo a discriminar las diferentes proposiciones, abstraídos como estamos con los asuntos personales que, por supuesto, nadie va a resolver por nosotros. Es curioso que rara vez conozcamos a los sujetos de las encuestas, como difícil es que, en círculo de nuestros conocimientos, se encuentre alguien a quien haya tocado un millón de euros a la Primitiva.

Nada hay de peyorativo en tal estimación; al revés, puede que la esencia de la democracia -si hay quien la conozca sinceramente- consista en que la gente se ocupe de sus problemas, encare las muchas dificultades y las bastantes satisfacciones, que las hay, de la vida confiando en un puñado de individuos elegidos, cada cuatro años, para que les representen. Si lo hacen mal y no consiguen convencernos de lo contrario, a la calle.

La política es apasionante para quienes son aficionados y pretenden vivir de ella; ocurre algo parecido con lo que se decía del ajedrez, que desarrolla la inteligencia para jugar al ajedrez y no para otra cosa. Da la impresión de que esos responsables no sirven para cosa mejor y que, descabalgados del machito, sólo encuentran -no siempre- la condescendencia y misericordia en la burocracia del partido. Creo que los políticos profesionales y los que pululan en su órbita padecen cierta deformación al imaginar que todo el mundo está pendiente de sus evoluciones, lealtades o transfuguismos. Esto último parece haber abandonado su carácter singular y adquiere la forma de grupúsculo bisagra, ofrecido al postor de menores nociones éticas.

El personal, el pueblo, los votantes, deben asimilar la suficiente información que se les suministra en los latosísimos periodos preelectorales, formarse lo más parecido a una opinión y depositar en la urna la correspondiente papeleta. Luego confiar, sentados, haber elegido bien y que los gestores lleven a término, si no todas las promesas -que sería empresa sobrehumana-, parte de ellas que redunden en el bien común. Esto lo habrán pensado todos ustedes, porque son reflexiones de perra gorda.

Al cabo de un tiempo -o antes, si determinadas circunstancias lo aconsejan- volvemos a encaminarnos al colegio electoral para repetir la maniobra, confirmando a los candidatos -que nada suelen tener de cándidos- o retirándoles la confianza probando con otros. Esto, en democracia, puede repetirse generación tras generación. Lo fastidioso es que, a través de los medios de comunicación, especialmente la tele, los seguimos teniendo ante los ojos y nos lleva a pensar que buena parte de las energías no se consumen en gobernar o vigilar la acción de gobierno, sino en denostar a los rivales.

Algo podemos comprobar a poco que prestemos una mínima atención. ¿Se percatan ustedes de la severidad y el enfado con que los políticos -cualquiera que sea su bandera- reprochan al adversario faltar a los envites mantenidos en campaña, traicionar los propósitos total o parcialmente y hacer otra cosa o la contraria de lo ofertado? Se echa mano de archivos, videotecas y de la memoria enlatada. No es necesario señalar, ni tal es mi propósito, pero siempre encontré pintoresco que quienes más dolidos parecen con los incumplimientos no sean los defraudados votantes, sino sus opositores cuando, en buena política, deberían frotarse las manos, contentísimos, al contemplar cómo el rival se enreda en sus contradicciones y falsías. Así como en un buen partido de fútbol lo mejor del árbitro es que no se haga notar, en la política deben pasar desapercibidos quienes manejan los hilos. De esa forma creeríamos vivir en el mejor de los mundos posibles.

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