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Análisis:FÚTBOL | El Barça conquista su 17º título de Liga
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Rijkaard y la otra vía holandesa

José Sámano

Cuando Frank Rijkaard aterrizó en Barcelona todo fueron sospechas: su currículo como técnico se limitaba a un fracaso con la selección holandesa y a un descenso con el Sparta de Rotterdam; llegaba como el telonero de Ronald Koeman -el preferido-; su cuna holandesa le ponía en la diana ante la grada, hastiada de los tulipanes de la era Gaspart, y sus lazos con Johan Cruyff -su padrino ante el presidente Laporta- le convertían en apóstol del profeta y, por tanto, hereje del vangaalismo. En definitiva, se decía, llegaba un entrenador menor enchufado por Cruyff, ese demonio muñidor, según el catálogo de un sector del barcelonismo. Y Rijkaard, lejos de amplificar su fantástica hoja de servicios como futbolista, pisó el Camp Nou de puntillas, con todos los focos en dirección a Ronaldinho, el genio alistado por Sandro Rosell, entonces bipresidente.

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Después de tres temporadas de tinieblas, en la 2003-04 Rijkaard aguantó el chaparrón como pudo y tardó una vuelta en forjar el equipo que un curso después se convertiría en campeón. Nunca, ni cuando la vía probrasileña del palco azulgrana deslizó por todos los rincones el nombre de Scolari, ni ahora que está en la caravana triunfante, Rijkaard perdió la compostura. Siempre mesurado y sin perder jamás las formas, el holandés sostuvo un credo moderado ante jugadores, directivos y periodistas. Lejos del volcánico Van Gaal y el ácido Cruyff, Rijkaard abrió una nueva vía holandesa que ha resultado crucial para el equipo y la institución. Dialogante y sensato, la normalidad de Rijkaard caló en un club proclive a las tormentas, a entornos fantasmales y otras derivadas. De entrada, en la pizarra, el rasta holandés fumigó al 4 -puesto fetichista en el Camp Nou desde Milla hasta Guardiola-, dio carrete a un novato como portero -posición en la que se electrocutaron unos cuantos desde Zubizarreta- y desplazó a la superestrella a la banda izquierda -hueco problemático desde el experimento de Van Gaal con Rivaldo-.

El temperamento de Rijkaard sofocó cualquier atisbo de rebelión. El equipo cuajó una extraordinaria segunda vuelta y el míster se limitó a pasar por ventanilla para solicitar dos ingresos: el de Edmilson y el de Larsson. Del resto se encargó la directiva. Y ni siquiera cuando perdió por lesión a sus dos fichajes, a su medio centro preferido (Motta) y a su comodín (Gabri), Rijkaard perdió el norte. Mantuvo la calma, tiró de las soluciones más lógicas (Márquez y Oleguer) y el equipo no perdió el pulso. Como tampoco se desquició el técnico cuando en el mercado de invierno sus opiniones (favorables a Iaquinta y no a Maxi López) apenas contaron. Ni un verbo contra la directiva, ni un lamento. Él se las ingenió con Messi y Damià cuando fue menester. Y sin rechistar.

Llegados los dos momentos clave de la temporada, de nuevo la calma chicha del entrenador resultó capital. Ni el mismísimo Mourinho le alteró las neuronas pese a su histérico empeño. El Barça cayó con el Chelsea fiel a su estilo y al de su técnico, que no se excusó en las tretas de su colega portugués o en el despiste arbitral en el último tanto del equipo londinense. Históricamete apegado a buscar cualquier coartada, el Barça mantuvo el temple de Rijkaard, sin desviar un centímetro su vista del frente de la Liga. Un torneo en el que el Madrid, superados los azotes de Turín y Getafe, remontó el vuelo de forma imprevista. En Madrid se atizó la caldera -incluidos los medios del propio club- y el Barça, como en tantas otras ocasiones, pudo sentirse abrumado por su ilustre perseguidor. Pero nadie se rajó. A Rijkaard le bastó dar un toque de humildad a la plantilla tras la goleada de Chamartín. Y lo hizo en privado, a puerta cerrada, sin estridencias. "No podemos relajarnos", vino a decir con ese hilillo de voz poco timbrada que sirve de valium a sus chicos y resto de interlocutores. Asunto zanjado. El equipo se parapetó en el balsámico discurso de su entrenador y nadie echó un vistazo al puente aéreo. Ronaldinho recuperó su sonrisa, Eto'o mantuvo su fiereza y Rijkaard, excelente gestor del éxito, se situó más que nunca en un plano secundario. Delegó en sus jugadores, ante los que nunca sacó pecho, a los que jamás puso en el disparadero. Así se ganó la total credibilidad de los futbolistas, tan sensibles ellos a compartir la pasarela con el inquilino del banquillo. Bajo esta piña, el diván de Rijkaard ha resultado decisivo para el título y, lo que es más importante, para el Barça: el club ha dado con un guía siempre positivo, nada profético. La otra vía holandesa sí que existe. Y Rijkaard es su mejor mesías.

Rijkaard saluda al público tras ganar la Liga en Valencia.
Rijkaard saluda al público tras ganar la Liga en Valencia.ASSOCIATED PRESS

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Sobre la firma

José Sámano
Licenciado en Periodismo, se incorporó a EL PAÍS en 1990, diario en el que ha trabajado durante 25 años en la sección de Deportes, de la que fue Redactor Jefe entre 2006-2014 y 2018-2022. Ha cubierto seis Eurocopas, cuatro Mundiales y dos Juegos Olímpicos.

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