Eficacia
He aquí el caso familiar de Dora C., de 51 años, vecina de un pequeño pueblo (400 habitantes) del Berguedà. Su marido, Carles C., ex enfermero de un gran hospital barcelonés, sufre de invalidez por diversos males, entre ellos, varios bypass. Sus dos hijos, de 21 y 29 años, viven con sus padres. La familia, desde hace 10 años, ha montado una pequeña residencia familiar para sus tres abuelas octogenarias: la madre de Dora, la madre de Carlos y una tía. Una tiene Alzheimer; otra, una demencia, y la tercera, a la que le falta una pierna, Parkinson. Todos viven de la exigua pensión de Carlos en una pequeña casa, fruto del esfuerzo de toda su vida. Son una familia catalana de lo más habitual: quien puede cuida a sus viejos. No falta voluntad.
"Hace 10 años, cuando nos trasladamos al pueblo, pensamos que estando todos juntos sería más fácil y barato cuidar de las abuelas y sus achaques", dice Dora. La cosa se complicó enseguida: las abuelitas no sólo enfermaron, como tantísimos mayores, sino que necesitan ayuda día y noche. Hace cinco años, solicitaron a la Generalitat las ayudas, anunciadas a bombo y platillo, para cuidar de ellas en casa. El alcalde del pueblo aportó a los complicados y lentos trámites una carta para certificar la veracidad de la situación. Pasaron los meses. Al fin, la respuesta fue que debían aclarar la relación familiar con la tía (enferma de Parkinson).
Se les aconsejó, para mayor eficacia y rapidez, que adoptaran a la tía: papeles, jueces, forenses, abogados. Los trámites, que debían durar dos meses, alcanzaron año y medio. La justicia, ya se sabe. Con la tía convertida en su hija, se reanudó el papeleo: habían pasado cuatro años y dos de las tres las esperadas pensiones -240 euros por abuelita al mes- seguían sin llegar. ¿Era una cantidad demasiado grande para una sola familia? Había cambiado el Gobierno de la Generalitat, pero en Bienestar y Familia nadie respiraba. Dora C. ya se había gastado una fortuna en llamadas: "Reclamando, llegué hasta el gerente del Instituto Catalán de Asistencia y Servicios Sociales, el señor Masferrer. Logré que Josep Cuní me sacara en su programa y aparecieron muchos casos parecidos, sin ninguna ayuda pública". En Cataluña, hasta que la burocracia decide, la familia suple al Estado de bienestar. Los cuidadores se resienten: a estas alturas, Dora C. y Carles ya tenían que ir al psiquiatra.
En estas estábamos cuando, además del Estatut y la financiación, llegó el Carmel. Y fue como si un tsunami pasara por las ayudas de las abuelitas de Dora C.: silencio mortal. Nada sobre nada: pero las abuelas llevaban más de cuatro años con su Alzheimer, su demencia, su Parkinson y la necesidad de tener a alguien a su lado a todas horas. Si una de ellas tenía que ir al hospital, el hijo mayor debía faltar al trabajo para quedarse con las otras. ¡Qué estupendas son las familias catalanas! ¡Qué ejemplo dan al mundo! ¡Y todo ello sin una ayuda económica pública pese a la propaganda incesante!
Quedaba el Síndic de Greuges, y esta vez fue Carles C. quien le escribió. Rafael Ribó le contestó por carta el 3 de mayo de 2005: no puede hacer nada sobre el retraso judicial (en la adopción de la tía), pero ha pedido a Bienestar y Familia un informe y contestará en cuanto lo haya recibido y estudiado. Así están las cosas en el caso de Dora C., hasta que se presentó en mi casa -es vecina- el pasado domingo. "Estoy desesperada", dijo; no hacía falta: se veía a la legua su desespero. Y el de Carles. Lloraron, contaron su historia: "Esto es lo que pasa en muchos sitios de Cataluña". Cierto. En el mismo pueblo, que yo sepa, otra mujer ha vivido 20 años encerrada cuidando a sus dos viejitos sin ninguna ayuda. ¿Una Cataluña desconocida? ¡Ya tenemos burócratas catalanes! Quina eficàcia, nois!
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