Caballero Paolo Conte
Tiene la orden italiana de Cavaliere di Gran Croce y la francesa de Chevalier dans l'Ordre des Arts et des Lettres. Además del Premio Pannunzio 2002, como personalidad italiana de la cultura distinguida por su espíritu libre, Paolo Conte es honoris causa por la Universidad de Macerata: "Por haber traducido en un idioma absolutamente original, rico de significativas tramas de ficción y poéticas, tipos, lugares, situaciones, historias, atmósferas, de aspectos del imaginario de nuestro tiempo".
Nueve años han transcurrido entre su anterior disco en estudio, Una faccia in prestito, y las 13 canciones inéditas de Elegia. Alguien dedujo de las propias palabras de Conte que la inspiración se había agotado. "Simplemente he decidido volver a escribir canciones, sin dramas ni crisis de creatividad, por el placer de hacerlo", asegura.
Nació el 6 de enero de 1937 en Asti, en el Piamonte. "Somos descendientes de franceses que, por circunstancias históricas, hemos terminado como parte de Italia", dijo hace años en EL PAÍS. Quizá eso explique en parte la calurosa acogida que le han dispensado en Francia. En 1985, conquistó a los parisienses en el Théâtre de la Ville y, ahora, acaba de estar varios días en la acera de enfrente, también junto al Sena, en el teatro del Chatelêt. En España no es lo popular que debiera. Paolo Conte ha venido a cantar muy pocas veces. Un absurdo. Pese a que su irresistible Via con me ("It'wonderful, chips, chips, chips, dadidududu...") sirve de sintonía a programas de radio y televisión, para musicar anuncios, o de que Azzurro cierra todas las noches Flor de pasión en Radio 3.
A mediados de la década de los sesenta, al principio con ayuda de su hermano Giorgio, Paolo Conte prestó las palabras de sus canciones a Adriano Celentano (La coppia più bella del mondo), Patty Pravo (Tripoli '69) o Caterina Caselli (Insieme a te non ci sto più). Hasta que se animó a dejar la toga en el armario para cantarlas él mismo. Tras grabar en 1974 su primer disco, Paolo Conte, llegan títulos que le proyectan a la luz pública como Un gelato al limon, Paris milonga o Appunti di viaggio. Y, en la década de los noventa, el singular Parole d'amore scritte a macchina con sus devaneos electrónicos y sus coros o los clásicos Novecento y Una faccia in prestito.
Desde 1995, apenas dos discos en directo, algún recopilatorio -para Rêveries (2003), por petición expresa del sello norteamericano Nonesuch, grabó nuevas versiones de algunas de sus mejores canciones (Dancing, Diavolo rosso...
)- y Razmataz (2000), ópera vídeo ilustrada con 1.800 dibujos del propio Conte -que cita como influencias a fauvistas y abstractos-. Ambientada en el París de los años veinte, con la llegada de la nueva música negra, y centrada en la desaparición de una famosa bailarina de color, resume su obsesión por el novecentismo y las vanguardias que surgen a principios del siglo XX.
En la portada de Elegia, está tocando el piano sobre un fondo negro. "No lanza mensajes ni pretende dar indicación alguna", asegura. "He tratado de buscar la sencillez a partir de la finura y la levedad". Trece canciones entre la melancolía y la autoburla. Piano impresionista, cuerdas y vientos. Paolo Conte en estado puro. Esencia de Conte. Da la impresión de estar hablando más que nunca de sí mismo. "Siempre me expreso en primera persona, pero lo hago con la mentalidad de mis personajes".
"Tenía una pasión por la
música oxidada", dice en la canción que da título al disco. Su pasión: el jazz de la década de los veinte y treinta. Y ritmos latinos como el tango, la milonga o la rumba, la chanson francesa de siempre y las viejas canciones napolitanas. Mussolini había prohibido la música estadounidense, y el jazz fue para el Conte adolescente la música de la libertad. Lo descubrió en un 78 revoluciones por minuto de Fats Waller que sus padres compraron en el mercado negro.
"Escribo textos de los años cincuenta sobre músicas de los veinte", dice. Se ha escrito que no se ha adaptado al presente. "Quizá sea el mundo actual el que no se ajusta a mí", ironiza.
Compone sus canciones viendo lo que escribe. "La técnica de contar una historia en las canciones tiene algo de cinematográfico. La necesidad de decir lo más posible en un espacio breve se parece al transcurrir de una película y al juego de los encuadres". Cine en canciones de tres minutos o incluso menos. "Una vieja enseñanza de la canción francesa: en tres minutos tienes que escribir la música de una pequeña obra de teatro". Es la ironía de Sandwich man, en la que un hombre reducido a ser "un cartel de cine que pasea por la ciudad" se esconde del amor: "Siento que mi vida se está convirtiendo en una película, sí, pero que ya he visto y que no me gusta".
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