Horizonte vertical de Caneja
La exposición, como su título enuncia, se hace para celebrar la obra de Juan Manuel Caneja, nacido hace un siglo en Palencia el 28 de junio de 1905 y muerto en Madrid el 24 de junio de 1988, cuando, por tanto, estaba a punto de cumplir los 83 años. Esta conmemoración es o debería ser una obligación cuando se trata de un artista de importancia histórica incontestable, como lo fue Caneja, pero, en su caso, hay que añadir que el correspondiente fasto incrementa su valor como oportunidad al no habérsele prestado la atención pública que merece. Me explico: Juan Manuel Caneja fue siempre reconocido por la crítica y la afición más selecta como uno de los mejores pintores españoles del siglo XX, pero nunca, como se dice ahora, fue "popular" o, si se quiere, nunca tuvo el éxito o la resonancia dignos de su trayectoria. Ya sé que se puede alegar que esta explicación sobra, cuando, por activa o por pasiva, un artista lo es de verdad, pero, si me pongo enfático al respecto, es para reconocer mejor el mérito de los responsables del MNCARS y las demás instituciones corresponsables de la iniciativa -hay una Fundación Caneja en su Palencia natal-, así como la labor del comisario de la presente muestra, Enrique Andrés Ruiz, ensayista y crítico de rara sensibilidad, el cual ha seleccionado para la ocasión unos 75 cuadros, representativos de toda la amplia trayectoria del pintor. Por lo demás, añádase que fue, en 1984, hace más de veinte años, cuando se organizó, en la Biblioteca Nacional, la primera gran retrospectiva de su obra, hasta entonces sólo aireada por la continua labor de la galería Theo, que fue enseñando desde 1965 hasta 1985 su producción.
CANEJA (1905-1988) CENTENARIO DEL NACIMIENTO
Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía
Santa Isabel, 52. Madrid
Hasta el 28 de agosto
Pero ¿por qué hay que con-
ceder tanta importancia a la obra pictórica de Caneja, sobre todo, en un momento como el presente, en el que se suele confundir, con harta ligereza, lo subjetivo del gusto o de la realidad artísticos con la mera arbitrariedad? En principio, habría que responder que precisamente por ello, pero al hacerlo, no se trata sólo de exhibir los galones del artista celebrado como una cuestión de "justicia histórica", sino de lo único que, en realidad, es postulable en arte: como cuestión de "justicia poética"; esto es: por el creciente resplandor de su obra legada. Perteneciente a la generación de 1925 o de 1927, tanto da, Caneja, que se inició en la pintura bajo la enseñanza de Vázquez Díaz, se involucró de lleno en la ilusión cultural de la Segunda República, que las trágicas circunstancias de nuestro país pronto convirtieron en obligado compromiso político, lo cual, con la Guerra Civil y la cárcel de posguerra de por medio, retardó la prometedora maduración pictórica de este gran artista, que despuntó pronto, pero que no pudo recobrar la normalidad hasta casi el paso de los fines de los años 1940 y comienzos de los 1950.
Este paréntesis forzado creó como un vacío entre sus obras cercanas al cubismo de entre 1925 y 1936 y su posterior irrupción ya sin interrupción de las décadas posteriores. El estilo definitivo de Caneja se consolidó, por tanto, en esa difícil posguerra española, continuó su curso radiante después, pero alcanzó una rara apoteosis artística durante los últimos quince años de su existencia, como les suele ocurrir a los creadores de genio. Durante estos tres últimos lustros alargados de su trayectoria final, no sólo gozamos de la calidad de su pintura, sino que nos fuimos haciendo progresivamente conscientes de la riqueza de los mimbres y matices que armaban su obra, que ciertamente era hermosa y singular en sí, pero que, además, destilaba correspondencias modernas de muy altos vuelos, como si este hombre, de talante lacónico y como ermitaño, hubiera no sólo asimilado lo mejor de lo que le correspondía haberle nutrido, la estética de entreguerras, que, en España, se rotuló como Escuela de París, sino que hubiera alcanzado una inteligencia con otras muchas cosas internacionalmente contemporáneas, propias del informalismo, del expresionismo abstracto americano y otros horizontes vanguardistas simultáneos.
Caneja logró esta sintonía sin proponérselo, casi, diríamos, que involuntariamente, lo cual no hay que interpretar, ni mucho menos, que "por casualidad", a no ser que queramos llamar así a la coherencia, la reflexión honda en el propio quehacer y, sobre todo, a esa virtud artística suprema, que es la retracción: el decir más con cada vez menos. Desde fuera y a primera vista, la pintura de Caneja parece hasta simple: insistencia en un par de géneros, no pocas veces superpuestos, el paisaje y el bodegón, y obsesión por el tema de su hermosa y peculiar tierra natal, la palentina Tierra de Campos. Desde luego que hay mucha enjundia significativa en estas obsesiones, pero, sin ignorarla, digamos que la pintura de Caneja tuvo como protagonista la luz solar, a la que trató, de forma anti-impresionista, como espacio, construcción, arquitectura. Todavía más: compuso el horizonte infinito de este paisaje descarnado en sentido vertical, demostrando que entendía la superación vanguardista de la vieja dialéctica entre fondo y figura, lo que, a su vez, le llevó a romper con esa otra dialéctica consecutiva entre "figuración" y "abstracción". Y si todo esto aún pareciera poco, este agrimensor del paisaje que fue Caneja se aupó hasta la soberana atalaya del color, que manejó con finuras y matices de una delicadeza, hay que decirlo, casi poco española, si nos olvidáramos de Juan Gris. En este campo cromático, la retracción pictórica de Caneja fue extraordinaria, soberana, con modulaciones de grises, pardos, amarillos, sienas y malvas, una paleta corta, que él, no obstante, transformó en un renovado festín, en una alegría sobria, sin alaracas, emocionante.
De manera que la pintura de Caneja es como la emoción del orden, la elegancia de lo parco, la intensidad de lo sencillo, la contundente belleza de lo visible que deja traslucir su intemporal trasfondo. Esa mirada embebida de lo real próximo, palpándolo en su raíz, pero con el cuidado con que se acaricia, nos adentra en el misterio del arte, tan alejado e invisible si no fuera de la mano de un pintor como Caneja.
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