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Columna
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Bicicletas

Aunque el título de esta columna pueda llamar a equívoco, voy a hablar de política, como siempre.

Después de veinticinco años de practicar el cicloturismo intensamente, y superada una delicada operación de túnel carpiano que me tuvo apartado varios años de ese deporte, vuelvo discretamente a él y me estreno como ciclista de ciudad.

Tres días recorriendo el mismo trayecto de ida y vuelta desde mi casa hasta el Campus de Tarongers -en València-, donde trabajo, han bastado para alarmarme del panorama al que nos enfrentamos los que de manera consciente cambiamos el coche por la bicicleta en nuestros itinerarios habituales por la ciudad. Y ello es así porque observo ahora con mayor detalle que antes -cuando no era usuario habitual de los carriles bici-, algunas particularidades fatales que antes me pasaban desapercibidas.

Unos pocos trayectos arrojan ya un saldo lamentable de inconvenientes para el necesario éxito de esa alternativa al desplazamiento con medios motorizados (ir a pie es lo propio para las cortas distancias) que es el uso de las bicicletas; porque, por ejemplo, los carriles embaldosados presentan notables fallos en su firme; la estrechez de los mismos obliga a una atención muy meticulosa en los cruces con otros ciclistas y en los hipotéticos adelantamientos; evitar con éxito a los peatones que los invaden distraídamente exige un esfuerzo suplementario; además, algunos usuarios recorren los trayectos a velocidades poco recomendables entrando y saliendo de los carriles en una suerte de gymkhana de todo punto impresentable; por si esto fuera poco, abundan los ciclistas que o se saltan los semáforos en rojo, o buscan atajos no señalizados sin respeto para los peatones.

Todo ello me induce a pensar que la causa de la bicicleta en la ciudad no sólo se ve entorpecida por una apuesta débil de los responsables políticos, varados en la posición de no irritar la libre circulación de coches y motos con medidas valientes, y prisioneros de políticas de mínimos, sino por la explosiva mezcla de una deficiente gestión de los itinerarios con una sub-cultura de ciclismo urbano contaminada por la intemperancia propia de no pocos conductores de vehículos a motor.

Con ser todo ello mucho, todavía deben añadirse otros handicaps al panorama: la resignación con que los usuarios soportan la habitualidad en el robo de bicicletas; el poco aprecio que en consecuencia tienen por su bicicleta las hipotéticas víctimas del robo; y, el hecho de que estemos todavía muy lejos de la transversalidad social en materia de usuarios. A propósito de esto último, por el hecho de llevar chaqueta y corbata, que es como visto habitualmente, me he sentido observado por peatones y ciclistas como rara avis; y, por cierto, en los tres escasos días de ciclista urbano que llevo sólo me he cruzado -entre cientos-, a otro ciclista con corbata, el vicerrector de la UV-EG, José Maria Goerlich.

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A veces, cuando hablamos de calidad de vida, de ciudades habitables, de ecología y contaminación, de ruidos y seguridad lo hacemos como bienpensantes, sin acritud ni compromisos excesivos, pero es meterte en harina, y comprobar de inmediato que a pesar de los metros de carril bici construidos desde 1979, a pesar de los programas electorales, a pesar de los grupos que presionan, a pesar de que lo deseable no sólo es racional sino necesario, algo tan simple como optar por la bicicleta para sustraer a un coche de su uso banal y excesivo en la ciudad se convierte en un auténtico drama.

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