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Tribuna:EL 60º ANIVERSARIO DEL FIN DE LA II GUERRA MUNDIAL
Tribuna
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Putin, Stalin y la derrota del nazismo

Vladímir Putin ha dado un gran paso hacia el revisionismo histórico al declarar que la disolución de la URSS en diciembre de 1991 fue un gran error que tuvo un alto precio para la humanidad. ¿Irá más lejos esta semana y rehabilitará a Iósif Stalin como jefe militar? En Volgogrado (antiguo Stalingrado) y en Yalta ya se erigen solemnemente monumentos en honor de los tres grandes de la II Guerra Mundial, Roosevelt, Churchill y Stalin. Por otro lado, la televisión rusa ha emitido una larga película a mayor gloria de Georgi Yukov -adaptación de su autobiografía- que no incluye ninguna crítica hacia Stalin por su modo de dirigir las operaciones militares. Es cierto que hay algunas pullas dirigidas contra el ex dictador cuando, por ejemplo, acepta el plan propuesto por Yukov para la batalla de Stalingrado sin entregarle el mando operativo. Pero la amplitud de la victoria en el Volga ha borrado todo rencor.

Estamos aquí a años luz del discurso de Nikita Jruschov en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1956, en el que criticó sin reservas la dirección de la guerra a cargo de Stalin. En aquella época, yo era demasiado joven para tener una idea de lo que ocurría en el Kremlin y, además, me encontraba en la otra punta del país, en Rostov del Don y más tarde en el Cáucaso. Pero la apertura de los archivos soviéticos acaba de aportar un mordaz desmentido al hombre de la desestalinización. No es cierto que un día después del ataque nazi del 22 de junio de 1941 Stalin hubiese quedado postrado y abatido, sin saber qué hacer. Al contrario, estuvo muy activo, trabajando día y noche. En definitiva, estaba plenamente al mando. Sin embargo, esto no significa que tuviese los medios para detener a los ejércitos alemanes y a los de sus aliados, Italia, Rumania y Hungría, sin olvidar a la Legión Voluntaria francesa o la División Azul española.

Luego vino la jornada histórica del 18 de octubre de 1941. Un viento de pánico soplaba en Moscú desde que la evacuación de los ministerios hacia Kuibichev se había iniciado y no se sabía nada de Stalin. Claro que en el Cáucaso no estábamos al corriente de nada y sólo más tarde nos llegaron algunos ecos. La película dedicada a Yukov muestra a Stalin preguntando a su comandante en jefe: "¿Está usted seguro de poder defender Moscú?". Yukov se calla, con el rostro petrificado por la incertidumbre, pero luego se le escucha responder: "Sí, camarada Stalin, estoy seguro". Pero necesitó seis largas semanas antes de lanzar su contraofensiva el 6 de diciembre de 1941. Stalin nunca abandonó Moscú.

En agosto de 1942, Winston Churchill viajó a Moscú alarmado por la ofensiva alemana que se dirigía hacia Stalingrado y sobre todo hacia el Cáucaso y sus campos petrolíferos. El líder ruso hizo todo lo posible para tranquilizarle: "Les detendremos en las montañas", lanzó a propósito del Cáucaso. Sin embargo, para mí, que me encontraba en el frente, la cosa no era tan evidente. Es cierto que habíamos visto llegar los primeros camiones estadounidenses Studebaker y los primeros Katiuskas rusos, pero no era suficiente para cambiar el curso de la guerra. En el Kremlin, mientras tanto, Stalin y Churchill libraban un duelo para saber cuál de los dos aguantaba mejor el vodka. Al cabo de unas horas, Churchill tuvo que ser evacuado por sus ayudantes, mientras que Stalin apenas estaba ebrio. Es algo que formaba parte del folclore de la guerra.

El 6 de noviembre de 1942, día del aniversario de la Revolución de Octubre -que se desarrolló en una estación de metro, ya que los alemanes seguían controlando el cielo-, Stalin lanzó una frase sibilina: "Pronto estarán de fiesta en nuestras calles". Once días más tarde cayó la sorprendente noticia: el ejército alemán había sido rodeado en Stalingrado y se veía reducido a mantenerse a la defensiva. Fue el viraje decisivo de la guerra. Los nazis se retiraron precipitadamente del Cáucaso, pero sus intentos de ayudar a los combatientes rodeados en Stalingrado fracasaron. En febrero de 1943, tras la capitulación del mariscal Von Paulus, Hitler proclamó tres días de luto nacional.

Unos meses más tarde, tras haber ganado una gigantesca batalla de tanques en Orel y en Kursk, el Ejército Rojo lanzó su gran ofensiva para liberar el territorio soviético. Aquí surgen un gran número de cuestiones, muy debatidas en los últimos años. Según la teoría militar, los asaltantes debían sufrir pérdidas menos importantes. Esta vez no fue el caso. Por tanto, uno se pregunta si los jefes del Ejército Rojo, Yukov, Koniev, Rokosovski, Vatutin y los demás protegieron suficientemente a sus soldados. Es cierto que allí donde era posible, enviaban a primera línea a los chtrafnyié batalliony (los batallones penitenciarios), con militares condenados por bagatelas, cuya supervivencia importaba poco. Más tarde, para cruzar el Dnieper y evitar la construcción de unos pontones, los sacrificados fueron unos tanques para permitir que pasaran otros tanques. Todo esto sin duda es cierto y demuestra que Stalin seguramente no tenía la misma voluntad de preservar a sus soldados que Eisenhower o Montgomery.

Llegamos así al punto crucial de la controversia actual: la toma de Berlín en 1945 costó muy cara al Ejército Rojo; más de lo que se pueda imaginar. Era el problema de la rivalidad entre los aliados, los anglosajones, por un lado, y los soviéticos, por otro. Esto empezó en el otoño de 1944, cuando Yukov solicitó un descanso tras haber recorrido centenares de kilómetros, sin conceder nunca ni un solo día de permiso a sus tropas. Al parecer, la respuesta de Stalin fue forzar inmediatamente el frente alemán menos protegido en la zona pantanosa de Bielorrusia. Transportar tanques y cañones a través de los pantanos no fue tarea fácil, pero se consiguió y el Ejército soviético se encontró de golpe en Polonia.

La dureza de la guerra en el Este superaba con diferencia la de otros frentes. Para un soldado o un oficial alemán, ser enviado a Rusia equivalía a un desastre, casi a ser condenado a muerte. Por lo tanto, se distinguía por su salvajismo, sobre todo porque se veía hostigado en la retaguardia por los partisanos rusos. Dadas las circunstancias, quedaba excluida cualquier iniciativa pacífica en el Este y todas las esperanzas alemanas se encontraban por consiguiente vinculadas a unanegociación con los occidentales. En febrero de 1945, el trío de grandes -Roosevelt, Churchill y Stalin- ultimó en Yalta un pacto de solidaridad indestructible que exigía la capitulación incondicional del Tercer Reich. ¿Podían fiarse de esta resolución común o era mejor hacer avanzar sus tropas lo más lejos posible?

Stalin optó por la segunda opción. Es verdad que, ante una derrota inevitable, esperaba la aparición de un movimiento de resistencia alemán y no podía imaginarse la dureza de la defensa de Berlín. En esta batalla, los soviéticos tenían el control del cielo y una enorme superioridad en la artillería, a la que denominaban "el Dios de la guerra". Por entonces, yo estaba en Rostov y tenía a muchos amigos entre los pilotos de la aviación soviética. Me contaban sus ataques con una mezcla de entusiasmo y admiración por la resistencia alemana. Apenas acababan de bombardear una ciudad próxima a Berlín, y al día siguiente sus habitantes estaban de nuevo en condiciones de retomar el combate. Era increíble. Por otro lado, el rumor popular atribuía las pérdidas del Ejército Rojo en Berlín a una rivalidad entre los dos mariscales, Yukov y Konev, ya que cada uno quería entrar el primero en la guarida de la "bestia alemana". Pero tampoco existe ningún rastro documental de dicha rivalidad. No sabíamos nada de los intentos alemanes de negociar en Suiza con los estadounidenses. Ni siquiera fuimos informados, oficialmente, del suicidio de Hitler y de Goebbels en su búnker el 30 de abril de 1945. Pero en nuestro aparato de propaganda aparecieron señales de cambio bastante claras. Ilya Ehrenburg fue reprendido en Pravda por su tesis de que no existía ningún alemán bueno. En ese mismo momento, en Rostov se proyectaba una película con guión de Ehrenburg que mostraba a un buen burgués alemán que conmovía al público ruso durante el desfile de los prisioneros de guerra en Moscú, pero que en realidad era un salvaje por maltratar a los prisioneros de guerra rusos. Pero éstas eran las incoherencias de la propaganda soviética.

El culto a la personalidad de Stalin existía en Rusia desde hacía mucho tiempo. Pero no se aplicó mecánicamente durante la guerra. No se podía obligar a los soldados a gritar "¡Por la patria! ¡Por Stalin!", y aún menos a unos partisanos que se movían tras las líneas. El historiador Isaac Deutscher decía que "Stalin utilizaba unos métodos bárbaros para extirpar la barbarie rusa". Pero durante la guerra tenía otras prioridades: luchaba por la supervivencia de su sistema, frente a un enemigo enormemente poderoso que obligaba a trabajar para él a casi toda la maquinaria industrial europea. Tal vez fueron los mejores años de su vida, aunque se cometieron diversas barbaries (pienso en la deportación de las poblaciones musulmanas del Cáucaso). Pero entre la población rusa estaba arraigada la idea de que "donde está Stalin está la victoria". Es una imagen que no desaparece tan fácilmente. Los hombres de cierta edad que en Moscú y en toda Rusia exhiben retratos de Stalin no son forzosamente estalinistas puros y duros; simplemente son fieles al gran jefe militar que destruyó el nazismo. El gran error de Nikita Jruschov fue querer destruir este "culto a la personalidad" añadiendo unos dramas que nunca se produjeron.

K. S. Karol es periodista y ensayista francés de origen polaco, especializado en cuestiones del Este. Entre los 15 y los 22 años vivió en la URSS, donde combatió en el Ejército Rojo. Es autor, entre otros libros, de la autobiografía La nieve roja. Traducción de News Clips.

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