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Yom Ha Shoá

Lentamente, como si fuera un mamut despertándose de su sueño milenario, Europa repite el ritual anual y, por un día, recuerda. No sé si soy yo, que con la edad me vuelvo tierna, pero he tenido la impresión de que este año había más reportajes, más actos, más conmemoraciones, quizá un poco más de reflexión. Me ahorro los comentarios que he oído en algunos informativos, mezclando el holocausto con la cuestión palestina, o relativizando el horror, como si fuera uno más de los horrores humanos, como si hubiera muchos holocaustos en la historia de la humanidad. En este sentido no me cansaré de repetirlo: la historia está llena de barbaries y de locuras, pero ningún episodio de la historia es comparable a la única industria de exterminio que ha creado el ser humano. Minimizar la maldad es tanto como empezar a entenderla. Y si algo se ha parecido a la maldad en estado puro -"el mal existe", nos recuerda el gran premio Nobel Elie Wiesel-, ha sido la shoá, el holocausto. La shoá significó arrancar de cuajo miles de familias enteras, con sus niños, sus abuelos, sus padres y madres; arrancar pueblos enteros, con sus maestros, sus médicos, sus músicos, sus sastres y sus poetas; arrancar geografías enteras, con sus cantos, sus idiomas, sus fotos de fiesta, sus bodas y sus entierros, su memoria y su futuro; arrancarlo todo y destruirlo en hornos crematorios. Un millón de niños, nacidos rumanos, húngaros, polacos, alemanes, griegos, italianos, franceses, trasladados en vagones de la muerte, y finalmente, asesinados por ser judíos. Y más allá de los niños, millones de personas, unas asesinadas por estar marcadas con cualquier estigma, homosexuales, gitanos, revolucionarios, parias; otros por formar parte del pueblo eternamente perseguido. En Auschwitz quemamos la faz de Europa, destruimos las geografías humanas que nos enriquecían y nos explicaban, y fue en Auschwitz donde quebramos el sentido de la historia. No se trata de un horror más. Se trata de nuestro propio horror, reflejado en un gran espejo de maldad, donde el alma del viejo continente resultar ser el alma de Dorian Gray. "La muerte del alma humana", dijo Lanzmann, y nunca nadie lo ha definido con más precisión.

Cada año por estas fechas saco el espejo de Stendhal y observo los actos, los artículos, los documentales que las televisiones, con un poco de suerte, colocan en horario de baja audiencia. Desgraciadamente, siempre llego a la misma conclusión: nos incomoda conmemorar el holocausto. Tanto, que nunca hacemos el ejercicio de contrición a que nos obligaría, sino que lo tratamos como un acontecimiento deplorable de la historia. Cada año, también, fiel a una íntima tradición, saco mi estilográfica, mojo la pluma en el tintero de la rabia y me pongo a escribir un artículo. Como si fuera un ritual del dolor. Como si fuera lo que es, una obligación moral. Éstas son mis manchas en el blanco y negro del inmaculado texto, mi asco en el oasis donde habita la bienpensante e indiferente sociedad europea. El holocausto nunca fue una cuestión alemana. El holocausto nunca fue una cuestión judía. Y sobre todo, el holocausto nunca fue una cuestión nazi. De nada sirven los actos de repudio contra el nazismo, situados todos nosotros más allá de toda culpa y de toda pregunta, si con ellos no abrimos nuestro melón podrido. El nazismo fue el resultado de muchas cosas, entre ellas la locura de un ser malvado y depravado, pero sus crímenes nacieron de nuestras responsabilidades, se alimentaron de los prejuicios que habíamos creado durante siglos y actuaron gracias a nuestra indiferencia. Fue Europa la que creó el estigma contra el judío. Hitler solo hizo el trabajo sucio.

Manchas en nuestras bonitas conmemoraciones. La mancha del síndrome de Chamberlain, que recorrió la espina dorsal de Europa durante años. Primero nos lavamos las manos. Más tarde, un Papa bendijo los horrores en la intimidad. Y después supimos lo que pasaba, y lo olvidamos durante un tiempo prudencial. Teníamos los planos de los campos de exterminio, pero nunca consideramos que fuera necesario actuar. Al fin y al cabo, con más o menos exhibición, ¿no éramos todos antisemitas?, ¿no teníamos en nuestros armarios a Isabel la Católica y a su Inquisición?, ¿no teníamos a los franceses gritando "¡muerte a los judíos!" mientras condenaban a Alfred Dreyfus a cadena perpetua en la Isla del Diablo?, ¿no habíamos situado a un antisemita furibundo, Kart Lueger, en la alcaldía de Viena?, ¿no acumulábamos progroms en las Rusias lejanas? ¿No leíamos a ilustres prohombres profusamente judeófobos, como Paul Valéry?, ¿no habíamos mamado la idea del pueblo deicida mientras besábamos nuestra católica cruz?, ¿no nos alimentamos del mismo odio cuando nos reformamos con Lutero?, ¿no lo éramos incluso mientras bebíamos las mieles de la Ilustración de Voltaire? Nada, en la historia de Europa, se escapa al odio a los judíos. Y a la vez, en paranoica dualidad, nada de lo mejor de Europa es indiferente a la aportación judía. El antisemitismo es socio fundador de Europa. Hitler fue la estación final de nuestro odio, nuestro ejecutor.

No pido que nos abramos las carnes en la plaza pública. Sólo pido que sepamos dónde nació el mal, en qué lugar anidó la bestia y, sobre todo, con qué ojos ciegos, labios mudos y oídos sordos nos mantuvimos mientras la bestia mataba. Glucksmann llama a esta actitud "la indiferencia nihilista", una actitud que también se produce, actualmente, ante otro fenómeno nihilista, el de las bombas humanas. En el Yom Ha Shoá (el Día del Holocausto), con los millones de muertos gritándonos su profundo dolor desde las cavidades huecas de la mala memoria; con ese millón de niños que fueron poesía truncada; con esa sociedad que olía la carne quemada, y veía los vagones, y conocía los mapas aéreos de la masacre, y miraba a otra parte; con nuestra alma judía rota en la zona negra de nuestro odio; con la pesada carga de la historia, los europeos sólo podemos pronunciar una palabra: perdón. Lo demás es una broma.

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