Las siete pasiones contemporáneas
La pasión y el sentimiento son poderosos; la razón puede poco contra ellos... Pienso en esta idea de Freud mientras asisto a las conferencias del ciclo Pasiones, que esta primavera ofrece el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) con la Fundación Collserola. La Biblia expresa esta idea con más énfasis aún: "Como el infierno, la pasión es inquebrantable". Tras haber asistido a las conferencias -encabezadas por el tema del Yo en el mundo- sobre las distintas pasiones que agitan el alma humana y rigen su comportamiento -cuerpo, deseo, dinero, miedo, suicidio, poder, sentido-, de las ocho charlas que ofrecieron los célebres filósofos Craig Calhoun, José Luis Pardo, André Comte-Sponville y Josep Maria Terricabras, entre otros, quisiera comentar dos.
En el CCCB se ha celebrado un ciclo en el que se analizaron las pasiones que agitan el alma humana y rigen su comportamiento
Una de ellas es la del filósofo barcelonés Josep Ramoneda sobre la pasión por el poder. Del poder viene el reconocimiento, dice el filósofo y director del CCCB, citando a Hegel: "Lo propio del hombre es la lucha a muerte por el reconocimiento". Tras analizar el poder, su origen y sus motores, Ramoneda afirma que el poder es orden; ya Platón, en El político, definió así el papel de la política: formar y asegurar la unidad de la ciudad. Ramoneda explica que el poder político -y yo no puedo dejar de asociarlo con un poder dogmático- tiende a penetrar de modo creciente en el ámbito privado convirtiéndolo en objetivo de su acción. En la modernidad, el poder optó por buscar su eficiencia por medio de la acción directa y disciplinar sobre los individuos, buscando colocar a cada uno de ellos en el lugar que más le conviene al poder en cada momento. Después el poder se dirigió hacia los grupos de población para intentar establecer los medios que produjeran ciudadanos adecuados. Ahora recuerdo mi infancia en la Checoslovaquia comunista: las autoridades obligaban hasta a los niños a formar parte de las juventudes comunistas, y si un niño se negaba a ello, lo marginaban ridiculizándolo públicamente. Ya lo dice Ramoneda: la forma suprema de ese modelo fueron los totalitarismos, que prometieron una sociedad étnicamente pura o el paraíso en la tierra a través de la igualdad. El fracaso de esos experimentos con los seres humanos ha abierto el camino a maneras más sutiles de creación de un medio favorable al poder. A su vez, el progreso científico ha aportado instrumentos extremadamente potentes para actuar sobre la vida humana. De modo que poder y biología son las figuras determinantes de la humanidad futura, cosa que hace imprescindible encontrar formas que permitan identificar con celeridad los abusos del poder en las esferas de lo individual y la definición de estategias de contención y de resistencia.
Contestando una de las preguntas, Ramoneda me despierta de mi dulce ensueño tras su conferencia al afirmar con ironía que el último gobernante que desearía sería un filósofo, porque en su intento de imponer la verdad construiría un Estado totalitario. Entonces pienso en lo que dice el escritor húngaro Györg Konrad: "Se ha demostrado que los intelectuales pueden provocar grandes convulsiones y terribles represiones cuando les obsesiona la idea de transformar el mundo".
Una semana más tarde no puedo evitar cierta sospecha frente al filósofo francés Luc Ferry, que viene a hablarnos del sentido de la vida: Ferry es un ex ministro de Educación. Me pregunto: ¿Será uno de esos intelectuales gobernantes a los que teme Ramoneda? Partidario de la laicidad, Ferry abre su charla afirmando que el sentido último del hombre es la salvación: la salvación del miedo a la muerte. El hombre se mueve en un pequeño espacio entre el pasado -poblado de sentimiento de culpa por el mal hecho y por un ideal no hallado o de nostalgia por el paraíso perdido- y el futuro desconocido y amenazador; por eso, el carpe diem, vivir el momento, es la solución.
Apenas me da tiempo a reflexionar sobre la poca capacidad que tiene el hombre para vivir plenamente el momento -nuestra obsesión por la acción cada vez más acelerada hace que el momento vivido se nos escape irremediablemente porque el filósofo ya ataca el tema de la salvación en distintas culturas. Si los budistas, al igual que los estoicos, nos piden que nos entrenemos en el desapego porque la característica principal del mundo es su inestabilidad, y nos proponen una vida póstuma convertidos en partículas del universo, el cristianismo atiende a las necesidades básicas del hombre -la de no estar solo, de sentirse amado y de no morir- ofreciendo tras la muerte una nueva vida en unión con Dios y el reencuentro con los seres queridos. Por eso, afirma Ferry, ninguna filosofía puede competir con la religión cristiana.
A la hora de las preguntas se oye una voz asustada: ¿Y qué debo hacer si no soy ni budista ni cristiano creyente? Ferry ofrece una receta que se da a sí mismo: tener una buena relación con las personas que le rodean, amarlas ahora y aquí, sin esperar a que hayan muerto. Mientras los oyentes aplaudimos, me pregunto si esta bienintencionada propuesta es capaz de satisfacer al hombre, ese ser atormentado por su eterna búsqueda de lo absoluto.
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