La estampida
A mí me parece que esta huida del español por las carreteras pertenece a la psicología de lo compulsivo, a un mandato imperativo que quizá venga de lejos, de los millones y millones de años en los que fuimos amebas y luego peces y luego anfibios y luego funcionarios, soldados, vagabundos, agentes de movilidad. Hay que volver atrás, regresar a aquello y volver a empezar, a ver si sale mejor. El mar nos devuelve la sensación placentera del líquido amniótico en el que fuimos haciéndonos hombrecitos: el regreso al útero -¡mamá, mamá!- nos lanza a este viaje peligroso, con sus mártires de cada fiesta o de cada puente: curiosos mártires a los que luego, además, se maltrata: habían bebido o comido demasiado, se adormilaron, perdieron la atención, no habían cuidado bien de su coche; mientras los supervivientes agotados de las horas en la carretera contraatacan aludiendo a la mala señalización de las carreteras, la ausencia de guardias civiles, los baches en las de segunda categoría o comarcales y, en fin, a cualquier olvido del Gobierno.
Bien, da igual: es ya un hecho, no es solamente español, llevamos muchos años en esta cosa que llamamos ventaja social, y seguiremos con la sequedad del agua de mar que nos impulsa, con la necesidad del oxígeno a las alturas por el que desafiamos las montañas. La necesidad es tanta que los costes se pagan a plazos a las agencias de viaje y algunas ofrecen un paquete que unifica verano, Semana Santa, Inmaculada y puentes previsibles por una cantidad fija al año. Es una de esas cosas irreversibles de que está compuesta nuestra vida, y no sólo la española: hay trabajos temporales, empresas de ocio, chiringuitos, taxistas, pescadores de orilla, que viven de ello y ya no podemos abandonarles.
Tuve un amigo en Tánger que había sido Tarzán en Hollywood -no, no era Weissmuller- en alguna ocasión y llevaba una vida gimnástica, deportiva y, sin embargo, sana. Pero no iba a la playa: llenaba la bañera de su casa y mezclaba al agua algo de yodo, algo de sal y no sé si alguna almeja comprada, o alguna langosta con las pinzas atadas con esparadrapo. Pasaba un rato en ella, con la ventana abierta por donde entraba la brisa, y salía tonificado. Sin las miasmas peligrosas de los otros bañistas, moros o cristianos, judíos o ateos. Y su ameba interior, sin duda, se lo agradecía.
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