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París y Berlín toman Bruselas (y Lisboa)

Cuando en 1987 Adolfo Suárez me hizo el gran honor de posibilitar mi elección como miembro del Parlamento Europeo, Estrasburgo, Bruselas y Luxemburgo, eran las capitales institucionales de una UE reimpulsada desde 1985 por el prestigio de Jacques Delors y por el aliento político de líderes como Mitterrand, Khol, González e, incluso, como la pragmática Lady Thatcher. Los trabajos que condujeron al Mercado Interior en 1992 habían comenzado en 1985, el Acta Única Europea se acababa de firmar en 1986, y el proyecto europeo visionado treinta años antes por los padres fundadores, desde Monnet a Adenauer, avanzaba de la mano de una segunda generación de practicantes efectivos del credo europeo. Ambas generaciones impulsaron la construcción europea porque constituían una masa crítica de talento alineado con el realismo y con la pasión por la prospección. No creo necesario abundar en el gran orgullo que suponía para mí estar en aquel lugar, formando parte de una lista electoral integrada por seres tan excepcionales, y de los que seré siempre deudor, como Eduardo Punset, Raúl Morodo, Federico Mayor Zaragoza, Rafael Calvo Ortega, Carmen Díez de Rivera (desgraciadamente fallecida) y otros.

Si a toda generación le sucede una nueva, ésta no tiene por qué ser mejor. Los sucesivos mandatos de Santer y Prodi al frente de la Comisión han sido tan palmariamente grises como la evidente la ausencia de liderazgo colectivo en el Consejo. El hito del Euro es una consecuencia del impulso de Schmidt y Giscard, del padrinazgo de Khol y Mitterrand y de la facilitación de Delors mediante el Tratado de Maastricht en 1992. Sin duda, el mérito de la logística para la distribución de billetes y monedas corresponde a otros, pero eso es gestión de inventarios, no política. De igual manera, las dos ampliaciones de los diez últimos años fueron diseñadas antes de que Jacques Delors abandonase la presidencia de la Comisión en 1994 y tuvieron que ver con una visión evolutiva de Europa en los aspectos históricos, culturales y económicos y con una reacción ante el cataclismo del comunismo. Aquella declaración del primer presidente de la Comisión, Walter Hallstein, advirtiendo de que la Comunidad Europea les había requerido que la llevasen a un estado de perfección, produce un cierto sonrojo hoy.

Pero las cosas pueden empeorar. Es posible que el cambio climático derrita, además de glaciares, los cimientos de una construcción europea fundada, ciertamente, en hacer de la situaciones límites estrategia política, pero en permanente evolución. Los impulsos políticos acometidos en torno al nuevo siglo fueron de alcance y calado diverso (Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 1997, Agenda de Lisboa en 2000, Tratado de Niza en 2001), pero suponían avances en la construcción de la unidad europea. Desgraciadamente, 2005 va a ser un año tórrido para Europa: los tres edificios comunitarios anteriores se pueden derretir y las nuevas construcciones parece que están sustituyendo el cemento por la mantequilla. El Consejo Europeo del 22 y 23 de marzo pasado transforma el Pacto de Estabilidad en un mapa hacia ninguna parte. El Presidente Barroso inicia su mandato en la Comisión ignorando a Kok, ofendiendo a Bolkestein y convirtiendo la Agenda de Lisboa en un simple cuaderno de baile. Por lo demás, Giscard consigue que la Constitución Europea incomode, tanto a Raffarin, como a Chirac.

Peor que la paralización coyuntural del gran proyecto europeo es la ausencia de objetivos de conveniencia comunitaria, y la impasibilidad ante las enseñanzas de la historia de la Unión. Bien por amnesia, bien por indiferencia, lo que se esta produciendo es una renacionalización de la política económica comunitaria prevista en la Declaración de Amsterdam, mediante el uso, a mansalva, del principio de excepcionalidad. Probablemente de manera inconsciente, se renacionaliza la política microeconómica diseñada en Lisboa postulando programas nacionales con objetivos a nivel estatal, y rebajando los esfuerzos en materia medioambiental. Frente a un Tratado político como el de Niza, alquimistas de la negociación han sido investidos como padres constituyentes.

Ni a mediados de los cincuenta, ni de los ochenta, el corto plazo prevaleció sobre el futuro, ni la conveniencia electoral puntual primó sobre la responsabilidad histórica. Los problemas de desempleo en Alemania (12%) y Francia (10%) o el mayo electoral en Rhine-Westphalia (legislativas) y Francia (Constitución Europea) no pueden lastrar un proyecto europeo que conlleva medio siglo de esfuerzo colectivo y al que hemos incorporado hace menos de un año a diez nuevos estados. Si nos congratulamos de que la EU-25 sea un espacio de democracia, los procesos electorales deben ser permanentes. Si hemos adoptado la economía de mercado como la forma de organización económica más eficiente, los desequilibrios siempre serán posibles en un espacio que alberga a 453 millones de ciudadanos con rentas heterogéneas.

Sería de máxima utilidad conocer cómo van a ser coordinados los programas económicos nacionales, y sus objetivos, en el marco de países descentralizados como España y Alemania. Convendría que alguien explicase cómo se triplica la inversión en I+D en países que todavía discuten su sistema educativo, que tienen índices discretos de innovación e inversión tecnológica, que incorporan con lentitud los factores de productividad total. Sería aconsejable, en fin, que el presidente Barroso recuperase el realismo de la gran Amália Rodrigues: "Lisboa, não sejas francesa, tu és portuguesa". Ni qué decir que la gala en la que se elija en España a Mr. o Mrs. Lisboa cuenta con su aforo agotado.

Las nuevas previsiones de flexibilidad incluidas en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento son tan impredecibles como el recorrido de un reguero de mercurio. Las abundantes excepciones de aplicabilidad, la aleatoriedad de los factores relevantes para su consideración, los objetivos personalizados, los plazos para rebajar el déficit, los procedimientos sancionadores, etc., convierten a este instrumento esencial de la política económica de la UE en un testamento otorgado sin la presencia de fedatario público. La preocupación del BCE ante esta situación es mala para nuestras hipotecas.

Chirac primero, Giscard después y Schröder, cuando sonó el despertador, han inaugurado una práctica peligrosa para la pervivencia de una institución supranacional como la UE. Cambiar los compromisos de un Tratado antes de su efectiva entrada en vigor, sustituyéndolo por un nuevo instrumento jurídico de aprobación procesal incierta, es la suerte de barter con el que los cazadores de bisontes persuadían a los indígenas americanos hace casi dos siglos. Al día siguiente no tienes las pieles y, desgraciadamente, conservas la resaca. La UE-25 esta en proceso de permutar un marco inequívoco y duradero como el Tratado de Niza, por una Constitución de corte barroco y sometida a un farragoso proceso de referendos con la ciudadanía refractaria. Como en 1987, Bruselas, Luxemburgo y Estrasburgo continúan siendo paradigmas de las instituciones comunitarias. Si a su abundante clorofila añadimos cloroformo, estaremos propiciando una receta escasamente política para promover, como señalaba Walter Hallstein, la perfección de la Unión.

José Emilio Cervera es economista. (jecervera@mixmail.com).

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