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Columna
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Edad torcida

Absortos y en silencio escuchaban los cabreros el discurso del manchego sobre la edad dorada. Un puñado de bellotas evoca en la memoria del héroe de Cervantes el sueño de unos tiempos pasados y felices en los que reinaba la equidad y se desconocía la injusticia, durante los que se vivía en armonía con la tierra y la naturaleza que daba sus frutos para todos. Esos dichosos siglos dorados, en los que soñaban ya en la Grecia clásica, no debieron de existir nunca, aunque la leyenda de los mismos es linda como pocas. La historia es más bien de hierro y los siglos retorcidos como el tronco de un olivo del Maestrat que partió hacia Francia.

Je vais aux Jardins du Monde à Royan, me voy a los jardines del mundo en Royan, rezaba la pancarta, colgada del camión, que acompañaba el viejo tronco y los nuevos brotes verde plata en su viaje, y que personificaba el olivo de Càlig a modo de prosopopeya. Que Dios lo ampare y que arraigue en tierras galas, que evoque a quienes lo visiten el paisaje mediterráneo que un día fue nuestro y que estamos en trance de que se convierta en nada. Porque esos olivos milenarios eran, y son los que quedan, algo más que un negocio de compra-venta, mucho más que las robustas encinas y los valientes alcornoques literarios que recuerda el Quijote. Casi todos los medios de comunicación han encontrado un hueco para informar sobre el traslado del olivo de Càlig, que empezó a brotar cuando nuestro paisaje latino gobernaba la dinastía de los Severos, o mandaba Diocleciano y se convertía al cristianismo Constantino el Grande, vaya usted a saber, que de esto darán puntual cuenta los biólogos y científicos. Luego fueron siglos de sustento y paisaje visigodo, musulmán y valenciano, siglos en los que se vivió en determinada armonía con ese paisaje, y siglos de historia que le dieron al olivo su aspecto retorcido. Nuestros siglos, y no los dorados de Hesíodo o Cervantes, un bien propio de todos, el patrimonio común de los valencianos. Un patrimonio común como son también patrimonio común los troncos retorcidos de nuestros olivos milenarios, aun cuando los mismos hayan tenido usufructuarios con nombres y apellidos moros o cristianos a lo largo de los siglos.

Ahora, en estos tiempos también retorcidos, el patrimonio arbóreo se nos va en el remolque de cualquier camión, porque aquí los hojas persistentes, puntiagudas, verdes brillantes por la haz y con el envés blanquecino de un olivo del Maestrat no evocan el sentir y el pensar de un pueblo. La aguja de un abeto era, sin embargo, sagrada entre los indios duwamish precisamente por eso, porque evocaba un sentir y pensar colectivos. Los indios de Seattle no conservaron sus abetos ni su paisaje aun pensando de tal modo; los valencianos nos estamos quedando sin paisaje mientras contemplamos cómo desaparece nuestro patrimonio en enormes camiones hacia la verde Francia.

Califica Santiago Grisolía, de "condenable" actuación y viaje tal como el que hizo el olivo de Càlig. Grisolía es el presidente del Consell Valencià de Cultura, organismo que en alguno de sus informes ya indicó la geografía y los paisajes con olivos de nuestro territorio son historia colectiva de nuestro pueblo. Y quienes pueden y tienen la obligación de intervenir anuncian leyes y medidas protectoras, todavía inexistentes. Pero ya es demasiado tarde para el olivo de Royan, como es demasiado tarde para los humedales desaparecidos. No hubo ni hay armonía dorada y equilibrada con el medio natural, ni ilegalidades. Pero hay iniquidad.

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