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Columna
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Felicidades

El problema de la cultura es que no tiene sentido sacada de contexto. De ahí que casi todas las políticas culturales, resulten tan erráticas y estériles. Lejos de engrasar los sistemas orgánicos de la cultura, las cañerías que conectan creación y distribución, o vanguardia y memoria, las distintas y cabe suponer, bienintencionadas políticas culturales de los sucesivos gobiernos y ayuntamientos, tienden a elevar la cultura a los salones o a desparramarla por las calles en forma de banquetes regios, entregas de medallas o ferias y verbenas. No es de extrañar que Sánchez Ferlosio haya declinado amablemente participar en esa absurda tradición de leer el Quijote en una carrera de relevos, en la que políticos, presentadores de telediarios, responsables de los distintos organismos relacionados con la cultura, escritores, famosos varios y creo, despistados viandantes, se van pasando el testigo de un texto cada vez más vacío, despojado de su verdadero potencial y alejado de su razón de ser.

Ya decía Woody Allen que no se puede bailar la arquitectura, tampoco se puede invitar a Cervantes a un guateque. Toda esta feria montada alrededor del Quijote, va cayendo a plomo sobre la verdadera naturaleza de la cultura, de la literatura o del arte en general. Y reabre la vieja cuestión: ¿Para qué demonios sirve la cultura? E impone a esta cuestión sin respuesta, la urgencia de la siguiente pregunta: ¿Qué demonios hacemos con ella? De ahí al guateque queda sólo un paso. Se juntan tres o cuatro corbatas, se destina un presupuesto, se introduce el asunto cultural en un discurso, entre los malos tratos y la unidad nacional, y se celebra el interés desinteresado, el "estamos haciendo algo y no tendríamos por qué", por encima del resultado. Veo en un informe que El Quijote se coloca a la cabeza de los libros más vendidos, pero el escaso entusiasmo que esto pudiera provocar se desmorona al echar un vistazo al resto de la lista. No parece que la lectura de Cervantes se incluya dentro de un sistema de referencias natural, un sistema real que conecta los ríos de la gran literatura, así que puede uno preguntarse cuántos de estos quijotes se leen de veras y para qué sirve su lectura, si de la rama de este árbol se pasa luego a un arbusto o a un matojo. El interés por la literatura, por ese sofisticado entramado de referencias atadas por la emoción, la inteligencia y el talento, brilla una vez más por su ausencia. Nos quedamos entonces con el ruido de la fiesta y la gloria efímera del banquete, el acontecimiento queda desnudado de su posible eficacia. Celebramos y celebramos y no se sabe muy bien el qué.

Hace unos años los responsables de algunos grandes museos, el Guggenheim sería el caso más significativo, se empeñaron en acercar el arte a la gente, para lo cual empezaron a montar llamativas exposiciones, recuerdo una sobre motos, otra sobre rock, incluso una centrada en la "obra" de Armani, y se congratularon por las cifras de asistencia conseguidas. La lectura nada optimista que sugiere esta operación, es que para llevar a la gente a los museos lo primero que hay que hacer es sacar antes el arte. Avispados comerciales convertidos en editores, descubrieron hace tiempo que para vender libros lo primero que había que hacer era dejar a un lado la literatura. Es la misma maniobra. Convertir la literatura en evento no literario es reducirla al siniestro mundo de los parques temáticos, donde se vende y se admira la réplica vacía de lo real.

Puede que todo lo expuesto no sea más que otra muestra del viejo hábito de los escritores de quejarse por todo, como en el dicho argentino de la gata Flora, que si se la meten grita y si se la sacan llora. También es lícito pensar que no hay escritor que apruebe una lista de ventas, de premiados, o de asistencia a un congreso, que no le incluya. Puede ser, los escritores somos gente muy mezquina, bufones agradecidos o desagradecidos, según el caso. Pero también es posible que todas estas fiestas culturales no sirvan absolutamente para nada. Que no haya una construcción real, ni un resultado efectivo, una vez que la literatura abandona su contexto para sumarse al resto de los ruidos del mundo. La política cultural se ha especializado en poner el tejado donde no hay casa. No es casualidad que el Ministerio de Cultura tenga tantas chimeneas. Mucho me temo que los ancianos del Vaticano no son los únicos que venden humo.

Al pobre Cervantes ni le va ni le viene el asunto y por lo que se ve, a Sánchez Ferlosio tampoco. Felicidades, pues, a ambos.

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