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Reportaje:

Expreso de medianoche en Lima

De verdad que usted se llama así? Me preguntaron al presentar mi pasaporte en la aduana de entrada a Perú.

-Sí, claro, respondí, tranquila.

-¿Seguro que se llama Isabel Gómez Benito? -me insistió la agente de policía despacio, y parándose en cada uno de mis nombres-. ¿No tiene usted ningún segundo nombre u otra cosa? -insistió, parapetada por un cristal de protección, al tiempo que me devolvía la documentación y confrontaba papeles.

-Me llamo así, tal y como dice mi pasaporte -repetí tranquila según me dejaba pasar e intentaba orientarme en el aeropuerto para recoger mi macuto y empezar mis vacaciones de Semana Santa.

-Señorita, disculpe, ¿puede acompañarnos? Necesitamos aclarar algo de su pasaporte, un pequeño problema -dijo uno de los agentes de civil que, según tiraba de mi equipaje, esperaba detrás mío. Acababa de aterrizar en Lima; viajaba sola, de vaqueros, mochila, con intención de visitar Cuzco y Machu Picchu, y no tenía nada que ocultar. Sin problema, sin miedo, pensando en resolver cualquier trámite burocrático, les acompañé.

Viví 12 días largos, hacinada y sin libertad, en una cárcel sobre la que hay denuncias de la ONU por haber puesto cristal machacado en la comida a las presas políticas

Mi delito, descubriría más tarde, llamarme (nombre y dos apellidos) exactamente igual que alguien buscado por la justicia de Perú desde hacía 10 años por un tema de drogas. Mi intención era sólo pasar una noche en Lima y volar a Cuzco al día siguiente, para lo que ya tenía billetes. Ese domingo 4 de abril, por la mañana, había salido de la ciudad donde vivía, Bucaramanga, en Colombia, para disfrutar de mis vacaciones.

Fueron como tres horas largas en aquella comisaría. Allí me pidieron de nuevo que me identificara y me volvieron a preguntar si mi nombre era aquel que figuraba en mi documentación. Mi tranquilidad y seguridad les desconcertaba. No tenía nada que ocultar y desde un principio me mostré calmada: dispuesta a colaborar y pidiéndoles que, por favor, contactasen con quien necesitasen: Ministerio del Interior, Exteriores, Consulado español...

-Verá; no sabemos si es cierto o no, pero en nuestro registro hay una Isabel Gómez Benito buscada por la Interpol por tráfico internacional de drogas -terminaron por decir, mientras llamaban a otros departamentos, a la central de Policía, se acercaban nuevos policías y comisarios y seguían pidiendo datos y datos a la máquina.

Incrédula, todavía sentada en el mismo sillón, ni siquiera hablé. Extendí los brazos enseñándoles las manos y les pedí que me tomaran las huellas, que comprobaran el resto de mis datos: nacionalidad, lugar de nacimiento, el número de pasaporte, la foto...

Con calma por el absurdo les decía que mi nombre era común, que lo comprobasen, que nunca había estado en Perú... pero los ordenadores centrales de la Policía -me dijeron- no estaban disponibles para averiguar lo que yo afirmaba, y no había nada que hacer ante las 1, 2, 3 y hasta 11 órdenes por TID (tráfico ilegal de drogas) contra alguien con mi mismo nombre.

-Mire, mañana todo se solucionará; pero es que ante un caso de narcotráfico como el suyo no podemos dejarla ir. Está detenida. Hoy pasará la noche en calabozos y mañana se la llevará ante la justicia -sentenció un policía que mientras me leía los cargos me esposaba.

Cerca de las doce de la noche salía del aeropuerto, esposada y custodiada por dos policías que me pedían caminase a paso ligero por los pasillos del aeropuerto.

Así empezaba el peor viaje de turismo a un Perú jamás imaginado y una estancia de 12 días en varios calabozos de Lima y en el penal de Santa Mónica del Chorrillo, también en Lima. Así viví 12 días largos, hacinada y sin libertad, en una cárcel, la de Santa Mónica, sobre la que pesan denuncias ante Naciones Unidas por haber puesto cristal machacado en las comidas de las presas políticas para que quedasen ciegas. Así empezaba el recorrido por las historias de mis 70 compañeras de celda, por un mapamundi de verdades y mentiras que nunca aparecen en los atlas ni en los libros y forman parte de la historia con minúsculas de América, de los pobres, de unas mujeres que tenían entre 17 años y 75 años de edad, sin libertad, sin derechos, sin voz y a la espera, a la infinita espera de una salida que nunca se sabe cuándo ni cómo llegará.

Yo salí rápido, 12 días que duelen o pesan como cien mil horas. Finalmente tuve suerte, pero me robaron todos esos días, unas horas que también se las quitaron a mi familia y a la gente que no durmió ante aquella detención errada, ante aquel dictamen de ingreso inmediato en prisión por parte de los jueces y ante aquella no aceptación del habeas corpus (detención ilegal), entre otras irregularidades.

Las penas de mis compañeras estaban por verse; según los informes del penal -con capacidad para 450 mujeres y con casi 900 mujeres allí, sólo el 15% de las mujeres recluidas estaban condenadas; el resto... esperaba día tras día noticias de alguien, de algún juzgado, algún familiar... que les contase qué hacer y cómo iban sus casos. La cárcel de Santa Mónica es un viejo barracón en las afueras de Lima con dos secciones: para presas comunes y para terroristas, de máxima seguridad. En ella todo es viejo y las instalaciones se reducen a patios de colegio donde lo único que hay es sol, y diversas habitaciones sucias que hacen las veces de despachos, sala de juicios y enfermería. Por no haber no hay ni comedor. Los talleres, de punto de cruz, se hacen en el patio, al sol en verano, o a la lluvia, en invierno. Se come en la celda; la comida entra en cubos tres veces al día.

Esa eterna espera de fecha para juicio para casi la mayoría de las presas y ganas de que ocurra algo hace que todo dentro pueda ser noticia; porque allí no llega información pura; sólo rumores, y todo es falso o puede serlo. Esa fue la primera indicación que me dieron la primera noche que dormí allí, el primer consejo del penal.

-Oye, tú, aquí no te fíes de nadie, ni de tu padre; tampoco de mí; todo es mentira y estás en una cárcel, te lo recuerdo. Guarda tu dinero bien y duerme con tu mochila abrazada como si fuera tu almohada -me gritó en perfecto inglés Tova, a la vez que me lanzó una manta gruñendo, ya en español, un "ni manta tiene", y prometiendo que hablaríamos al día siguiente. Ella es holandesa (y lo digo en presente porque sigue en el penal); lleva allí 16 años y le quedan sólo dos. La pillaron con cocaína; traficaba.

La celda donde vivíamos, Prevención, era para las no catalogadas, el primer paso por la cárcel. Tras pasar allí unos 12 o 15 días, las autoridades carcelarias deciden a qué pabellón te pasan: el de presas traficantes, drogadictas, lesbianas, conflictivas, enfermas... Sin apenas luz natural, sin una mesa, una silla, un plato, un vaso, un espacio donde estirarse, la celda era de un cuadrado de unos cinco por cinco metros cuadrados para unas 70 mujeres. A ella se llegaba por un pasillo que ocupábamos también para dormir y vivir. Por ahí se entraba; ahí estaban los barrotes, la ventana con el exterior y con las guardianas. Dentro yo era la número 68 y así me tenía que identificar cuando nos pasaban lista. No había espacio para nada: por eso ahí van las castigadas, porque no se puede ni conspirar, físicamente no hay espacio.

Empiezo de forma cronológica para intentar no olvidar ninguno de los perfiles de esas mujeres acostumbradas a la cárcel. Su voz, atada a la cárcel, muestra otras realidades: la de gente hambrienta casi siempre; personas con un destino marcado. En Prevención, casi 40 de las 70 que estábamos allí era por tenencia de drogas; casi todas, marihuana; algunas, cocaína (principalmente las extranjeras) y la mayor cantidad requisada eran dos kilos. Pero las peruanas, sobre todo las abuelas que había allí, sólo se atrevían con cantidades de 300 o 400 gramos y no solía ser cocaína. Algunas venían desde el Amazonas y eran la cabeza de dos familias, la suya y la de sus hijos. Otras presas estaban allí por robar Cd; otras, por hurto. También había asesinas o una fiscal general, en prevención porque corría peligro en los pabellones: allí estaba más protegida. Había de todo. También estaba Lucía, de unos 74 años, decían. No hablaba; casi no podía moverse. Para ir al baño la levantaban a pulso dos compañeras. Había matado a su marido y la leyenda decía que después de asesinarlo lo echó en el puchero y se lo dio de comer a sus hijos. Cumplió su condena hace tres años, pero nadie quería cuidarla y no tenía dónde vivir. Por eso pidió a la directora que no la echara, que la dejara seguir viviendo allí.

Noche 1: calabozo de Canadá, Lima

Una Lima sucia y pobre pasa a mucha velocidad por la ventanilla del coche patrulla que para alivio mío finalmente se detiene en un extraño edificio, medio apagado, la comisaría de Alaska. Realmente salgo contenta del coche de haber llegado a una comisaría. Deben ser las doce y pico y una vez más me interrogan. Lo hace el capitán Plasencia. Me sientan en su despacho, me ponen un foco ante la cara, me quitan las esposas y vuelvo a contar mi historia.

-No hay nada que hacer. Tú te quedas y mañana vas a juzgados. Tienes suerte. Hoy estás sola en la celda -me dijo.

Antes, volví a insistir sobre mi inocencia sin éxito. Lo que sí funcionó fue una llamada telefónica. Como en el aeropuerto, exigí llamar, y finalmente, pagando a un policía, me dejaron un móvil. En Perú no conocía a nadie y ya sabía que en la embajada no respondían; llamé a España. Me la jugaba en la llamada internacional, que entendía sólo tendría una. Delante de todos marqué, respiré y ante la falta de respuesta y el salto del contestador supe ordenar mis pensamientos. Tenía que ser concisa y dar pistas de donde estaba.

-Luis, soy Lula -mi apodo-. Estoy en Lima. Estoy detenida. Me acusan de narcotráfico y esto no es una broma. Estoy en el teléfono (¿en cuál agente, en cuál? -interrumpí para, según me cantaba el número, ir repitiéndolo-, y la última persona que sabe de mí es el capitán Plasencia. Haced algo.

También le dije que no avisara a mi familia para no asustar.

Tras las llamadas se quedaron con mi mochila y me encerraron. No había luz, apestaba a pis, el suelo era de cemento, las paredes también y se sentían humedades por todas partes. No había opción, así que casi me alegré de la poca luz para no ver. Los barrotes eran la puerta de entrada, y la policía, cuando me metió, cerró todos los candados y cadenas. Con la misma ropa, los mismos vaqueros con los que había salido esa mañana, me tendí sobre la colchoneta. Antes me cercioré de que la celda estuviese bien cerrada. En el camino a la celda había pasado por la de hombres y me habían visto. Estábamos pared contra pared y gritaban y decían que me iban a follar. Bendije los barrotes. En el catre sucio me esfuerzo por cerrar los ojos y que pasen las horas; prefiero no mirar si hay cucarachas, ratas, o no sé. A las seis de la mañana me llaman y me sacan a gritos. Es una llamada para mí. Es Pedro, mi hermano, que ya está enterado de todo. Angustiado me pregunta si me han hecho algo y si estoy bien. Me da el teléfono de una abogada de Perú, Nilda Tincopa, al tanto ya de mi historia y ya en camino hacia la comisaría. Se lo ha facilitado Luis, me cuenta.

A partir de ahí, me esposan y me llevan a los juzgados, donde me conducen ante un juez. Tras como una hora haciendo tiempo, aparece el juez tras más sumarios. Le dan mi expediente. Bueno, el mío no; el de alguien con mi mismo nombre. La historia por fin empieza a estar clara, pienso. Así empieza mi expediente, un dosier de cómo cien folios con el siguiente encabezamiento:

Nombre: Isabel Gómez Benito.

Asunto: TID (tráfico internacional de drogas).

Condena: ocho años de cárcel.

Tras esa portada hay páginas y páginas, y sí es mi nombre, exacto, y sí, a Isabel se le acusa de narcotraficante, y no sólo eso, por ausente se le piden ocho años de cárcel. Aquello empieza a complicarse y lo grave es ir descubriendo y leyendo el sumario: no hay datos de ella. Ante el renglón de nacionalidad aparece un Desconocida; ante el de edad, también; la fecha de nacimiento igualmente es desconocida, y las palabras desconocidas se siguen repitiendo en rasgos físicos, estatura, huellas... Ahí vemos, estoy mano a mano con el juez; que el tema fueron dos cartas enviadas a Isabel Gómez Benito, a Madrid, mi ciudad, con cocaína. La dirección no es la de mi casa, pero sí mi nombre. Cuatro juzgados de Lima me solicitan; lo llevan haciendo desde hace 10 años, de ahí la decena larga de órdenes de búsqueda y captura internacionales; todas por el mismo tema. Seguimos leyendo; los sobres, cada uno con veintipico gramos de cocaína, nunca llegaron a España: antes los decomisó la policía y buscó también a la remitente, que acabó entre rejas por un tiempo, aunque más tarde pudo demostrar que no era ella; que había más de una persona con el mismo nombre, una homónima.

Mientras el juez y yo vamos analizando el dosier, aparece Nilda Tincopa, mi abogada.

En aquella habitación absurda, de mesas polvorientas difíciles de ver tras auténticas columnas de papel y kilos y kilos de sumarios, Nilda me explica que en Perú la homonimia es muy común, que con el anterior régimen la forma de meter en las cárceles a la gente incómoda era buscándoles un delito de traición a la patria. Entonces se levanta y se va a hablar con no sé quién. Antes, unos policías vienen a buscarme: debo estar vigilada. Me hacen sentar en un banco esposada a uno de los policías que finalmente tiene que salir y como no hay respuestas para mí y el tiempo sigue pasando me terminan encadenándome a la pata del banco. Pasan horas.

Llega la tarde y nadie ha dicho nada. A eso de las cuatro, Nilda aparece, me ve y vuelve a salir a resolver no sé qué gestión. Antes de irse habla con alguien y me asegura que mi situación se aclarará enseguida; que esa noche la paso de nuevo encerrada, pero que al día siguiente resuelven mi libertad.

Según me vuelvo a quedar me llaman: debo pasar ante el juez de forma inmediata. Allí, sin mi abogada, sin ningún juez, una secretaria me dice que me va a leer y notificar la decisión tomada por el magistrado y que debo firmar mi ingreso inmediato en la cárcel de mujeres de Lima. Desesperada le digo que mi abogada me ha informado que ya estaba todo aclarado y que aquella noche la pasaba en calabozos, pero que salía al día siguiente.

-Lo que firmas no tiene validez jurídica -me dijo. Sólo significa que te das por enterada que te he leído la orden de ingreso.

Todavía entera, balbuceé que yo no firmaba, que quería hablar con el juez, que necesitaba un abogado, que nadie me había entrevistado.

Sin hacer mucho aspaviento, con un simple gesto de cabeza la secretaria a un señor que pasaba por detrás de mí que la asistiera. Le pidió que como abogado de oficio de los tribunales, firmase la notificación de mi ingreso, que yo no tenía abogado. Aquel hombre revisó los papeles y firmó diciéndome que no tenía nada que hacer y que todo estaba en orden.

Y de nuevo, un tour por la ciudad a oscuras. Sigo con la misma ropa con la que aterricé, sigo sin comer, sigo sin saber adónde me llevan. Sólo sé que entro en la cárcel, que estoy sola allí y que me van a juzgar por narcotráfico.

Noche 2: Palacio de Justicia

Del garaje de los juzgados me conducen al Palacio de Justicia, a los bajos, donde están los calabozos. Los barrotes que anuncian mi nuevo régimen. Me revisan el bolso de viaje y me quitan las gafas de leer y el cinturón que llevo puesto, posibles armas. Me dejan el dinero, el jersey, un bolígrafo y un cuaderno.

Antes del vestíbulo me vuelven a interrogar y me toman 400 huellas de los dedos de las manos y pies. (...)

Me cachean y antes de firmar mi ingreso llamo desde un teléfono público a mi abogada para también gritarla que me meten en la trena. No está. Dejo recado diciendo que me llevan a Santa Mónica, al penal de mujeres. Tras esa inútil llamada me meten en la celda. Hay otra mujer. Tiene unos sesenta y algún años y está sentada en el banquillo de cemento que bordea la habitación. Su porte, su aspecto, limpio, pulcro y serenidad me llaman la atención. Yo ya ni sé cómo voy, a qué huelo o cuándo me cambiaré. Su calma y su pinta me tranquilizan. Sin hablar y con la mirada me invita a sentarme con ella. (...) Es una presa política, una terrorista. Ya igual que ella, sin libertad y sabiendo que lo único que podemos hacer es acompañarnos, le pregunto si ella tiene delitos de sangre o si simplemente está allí por pensamiento. Se llama Margi Eveling Clavo Peralta y es una de las dirigentes de Sendero Luminoso, me va contando despacito. Vive en el penal de Amallama, a muchas horas de Lima, y la han traído a la capital para resolver una serie de diligencias judiciales.

-Directamente no participé en ningún atentado, no fui yo la que maté, pero sí responsable, ordené ejecutar como ideóloga del partido. Pero nunca sola; eran decisiones que tomábamos tras un juicio entre todo un comité. Era necesario, pusimos muchos coches bomba, pero dirigidos a los políticos que estaban robando y matando. Sólo a ellos, y tras juzgarlos -me cuenta.

Yo no digo nada; la dejo hablar. Habla despacio y me calma con su charla sobre Mao, el comunismo y la utopía de un mundo más justo y solidario.

-Pero esa revolución sí mató a campesinos en sus tierras, a pobres -le digo como informándola, como si la contase que llueve.

-Nuestro campo está desangrado y nuestros campesinos son pobres, históricamente pobres. Así, en ese entorno, en nuestra América desigual se puede explicar la revolución. Y sí, las guerras son... terribles, como nuestra realidad -terminaba.

Mientras me cuenta su historia me va dando instrucciones de lo que debo hacer y evitar en la cárcel. También me recuerda mis derechos: a comida, a agua, a un colchón y manta y me pide que los exija. Me advierte también que no caiga en sobornos, que como extranjera seguro que van a intentar aprovecharse.

Ella lleva encerrada 14 años. Un juez militar, de los sin rostro, la condenó a cadena perpetua y está en Lima porque ha venido a su propio juicio. Con Alejandro Toledo les están juzgando de nuevo. Ahora la piden 20 años, que, dada su edad, es de nuevo condenarla a morir entre rejas, cuenta resignada.

-Ellos piensan que por estar encerrados perdemos nuestra dignidad y nosotros nos resistimos a eso. En la cárcel nos hacemos la ropa, nos bordamos y vamos a juicio con la cara bien alta y bien vestidos. Ellos quieren hundirnos moralmente también; pero no nos dejamos. Cuidarnos es importante. Los políticos estamos separados del resto; y ya sabemos vivir allí; hemos hecho nuestro extraño hogar en las prisiones. Todo Sendero está encarcelado. También los abogados que nos defendían. Ellos, desde la celda nos han enseñado. Yo soy mi propia abogada -narraba.

Sabe de leyes y por eso opina que yo saldré pronto, que será cuestión de trámites, pero que tengo la suerte de ser extranjera y que si no crean ninguna prueba en mi contra se debería poder demostrar mi homonimia, y detención ilegal, me explica, en breve.

-La cárcel es mejor que esto; no te preocupes. Y sí, en el penal ten cuidado; no te metas en líos; huye de las malas compañías, las reconocerás enseguida; sé obediente y no te hundas nunca; estés el tiempo que estés. Tú mandas sobre tu cabeza, dice sosegada.

Estamos casi a oscuras, rodeadas de cemento liso, en el extremo de la celda hay una litera con dos camas y en el centro una taza del water, sin ningún tipo de cubrimiento, para desmoralizar, imagino. Al fondo hay ruidos de cerrojos y candados, y Margi sabe estar, sigue tranquila. Vuelvo a mi caso y a pesar de que me ha contado que saldré, le hablo de que ya temo cualquier cosa, que cómo se hace para soportar la cárcel. Le pregunto por los años que le quedan y el tiempo que ha pasado ya entre rejas.

-¿No piensas en los años arruinados por el cautiverio, por el tiempo perdido?

Resignada, me dice que no, que no se angustia, que ella es una mártir de la revolución de un país pobre y que entiende su cárcel, que sólo espera que algún día la historia comprenda su causa. De su familia no hay nadie más en su situación: nadie compartía sus ideales, que eran peligrosos, me cuenta. Habla de su revolución, su disciplina, de que entró en la revolución por hambre y de que, a pesar del daño que reconoce que hicieron con su terror, lo justifica como necesario; "porque sólo una revuelta trotskista de los campesinos libraría a Perú de las injusticias y miseria". Me choca hablar de teorías comunistas entre rejas y en el siglo XXI.

Mientras, me va contando y hablando de terrorismo, su forma de vida, entran otras dos mujeres, madre e hija: no son políticas; son presas comunes. Son también pobres, pero éstas no saben ni leer, ni de revoluciones. Son otra raza. Con ellas viví hasta el día que me liberaron: Chirley, con ch, y Caramona, su madre (nunca supe su nombre), pero Chirley siempre la llamaba así y no dejaba que se la nombrase de otra forma. A la primera la acusaban de proxeneta y a la segunda también. Chirley lo negaba y gritaba a todos que ella sólo era puta. Esa noche era ella quien se reía de la vida, de poder descansar y dormir tranquila.

Un policía alto vino a callarnos, y una vez allí me pidió que saliera para más revisiones. Era el turno de la ficha, de las fotos con fondo blanco, foco en la cara y un cartel sobre el pecho con un número, el mío de detenida, y el nombre del delito: TID. A la foto de frente le siguieron las de los dos perfiles. Y a eso, revisión de dientes, altura, peso, más huellas, paseíllo desnuda delante de dos doctores en búsqueda de posibles anomalías, marcas o tatuajes, más nuevo relato de mi historia.

Al día siguiente me vuelven a mirar los dientes. Vuelvo a firmar más papeles, más huellas, y más declaraciones y de nuevo fotos. Y más horas. De nuevo contacto con la embajada, pero no sirve de nada. Es el vuelva usted mañana. Me desespero. Nada. Mi segunda llamada es para Nilda. Me dicen que no está, que está de camino.

Es martes y llamo dos veces más a la embajada sin ningún éxito. Que ya vendrán. Por fin aparece mi abogada. Me cuenta que va a poner un habeas corpus por detención ilegal y que para que funcione y me saquen en libertad tendría que ser efectiva ese mismo día o el siguiente: entramos en Semana Santa y las vacaciones van en mi contra porque durante esos días todo está cerrado.

También me anuncia que ha hablado con mi familia, que saben que ya esa tarde entro en la cárcel y que mi hermano está en camino, que esa noche aterrizará en Lima. Quedamos ya en vernos en la cárcel, ya que ha podido confirmar que esa noche duermo en prisión. Se despide sacando de su bolso un bocadillo y una botella de agua para que tenga para el día.

Cuando me quedo sola aprovecho para llamar de nuevo a la embajada. Desesperada, les repito que me encuentro totalmente desamparada, que sigo con la misma ropa, que mi equipaje está qué sé yo dónde, que si España oficialmente sabe que yo estoy allí. La bronca es efectiva y horas más tarde aparece un chófer de la embajada con mi mochila. Le pido explicaciones de la embajada y me responde que él sólo es un conductor. Está tal cual como la dejé en la comisaría el domingo. La directora del calabozo me deja coger algunas cosas, lo mínimo para la estancia en la cárcel, y guarda el resto. Me quedo con camisetas, pantalones, ropa interior, cepillo de dientes. Y ya.

Cambiamos de celda a otra menor. Hablo con mis compañeras de celda; la hija tiene 32 años y seis hijos de varios hombres. Está casada con el padre de los dos últimos. La madre no sabe escribir: firma las declaraciones con una cruz (la he visto en las mil que hemos hecho juntas). Entra una nueva presa: también política. Como Margi, también es mayor, y como la anterior, también es distinguida y educada. Chirley y su madre vuelven a poner distancia. Por fin, como a las seis de la tarde, aparece alguien de la embajada. Me pide permiso para contar dónde estoy a mi familia en España: me da la risa. Apunta en una lista qué puedo necesitar para la cárcel, aunque luego nunca más me volvieran a ver; nadie se acercó a Santa Mónica. Le pido explicaciones por no haber dado señales de vida antes. Echa la culpa a Perú y dice que oficialmente el Gobierno no les ha notificado mi detención. La charla es corta porque me avisan que nos trasladan a la cárcel.

Noche 3: cárcel de Santa Mónica

El traslado de todos los que estamos allí, hombres y mujeres, pone en tensión y nerviosos a todo el personal encargado de nosotros. Vienen refuerzos y más policías. De nuevo, gritos y amenazas.

-El que dé problemas, no sale -anuncian-. No vale hablar; no valen miradas, empujones.

Nos vuelven a identificar y esposan. Somos unos veinte encadenados y por delante llevamos un grupo de 12 hombres armados, los mismos que por detrás. No dudo de que si alguien se mueve mal allí habrá tiros. Dentro hay más gente encadenada y más policías. Somos muchos los esposados. Todos con cara de susto. Los policías también. Nos hacen sentar, en el suelo los que no tienen asiento.

Según entro, una chica pelirroja, la que está sentada delante de mí, me mira de reojo y me pregunta de dónde soy. Se me ve extranjera, aunque no hable. Como a ella. También es española, se llama Sara y tiene 19 años.

-Me acusan por tráfico -respondo a su segunda pregunta.

-Como a mí -señala-. ¿Con cuánto te pillaron?

Se ríe cuando le digo que no tenía nada, que no soy yo a la que buscan.

-Yo sí llevaba -reconoce.

No hablamos mucho: no hay humor, pero sí me dice que, aunque vamos a la misma cárcel, no estaremos en el mismo sitio; ella ya está en pabellones y a mí me corresponde un primer módulo de admisión.

-Es horrible -me dice-. No hay sitio; se duerme en el suelo; no te dejan pasear y estás observada todo el día. Luego, como a los 15 días te sacan de ahí; en pabellones hay más espacio, no se está tan encerrado y es otro rollo. Pero es una mierda. Esto es una mierda y a mí me toca comerme unos cuantos años. Por gilipollas -añade.

-Todas las semanas cae por lo menos una. Somos un montón de españolas. Casi todas de veintipocos, imbéciles como yo -concluye.

Efectivamente, la población de reclusas extranjeras más grande de Latinoamérica la posee Perú. En Santa Mónica, españolas éramos 40, de las casi 100 no nacionales. El perfil de las capturadas coincidía también en el noventa por ciento de los casos. Casi nunca pasaban de los 25 años. Coqueteaban con drogas en España, no tenían un buen trabajo, sí un mal ambiente de amistades y veían en el viaje un dinero fácil rápido. Prácticamente todas llegaban con éxito a España de la que para muchas era su primera salida al extranjero. Viajaban solas; estaban en el país del negocio una semana y solían llevarse entre medio kilo y dos kilos de cocaína. Las formas de camuflarlo sí eran variadas. Los contactos estaban siempre hechos desde España y el momento de la captura también era común para muchas de ellas. Una tras otra repetían la misma historia y narraban cómo antes incluso de pasar la aduana habían sido fichadas por la policía, que empezaba a custodiarlas según entraban al aeropuerto. Las pillaban, contaban, antes de que abrieran las maletas; muchas veces seguidas de cámaras. Su retrato no tiene nada que ver con las detenidas peruanas con drogas. Las cantidades de las latinoamericanas siempre eran muy inferiores, llegando muy raramente al kilo (gramos si se trataba de cocaína), y el abanico de edades de las detenidas comenzaba a los 16 y acababa a los 80. Casi todas eran madres de familia numerosa, incluidas las adolescentes, y casi siempre responsables exclusivas de la manutención de sus hijos. Formación no tenían.

Llegamos a la cárcel. Alcanzo a ver los muros, no muy altos; el alambrado de encima, los focos sobre nosotras y algunas torres de control. Primero pasan y revisan a las ya ingresadas que, como Sara, salen por un día para hacer diligencias en juzgados. Nos separan. Nuevas quedamos tres, Chirley, Caramono y yo. Me tranquiliza conocerlas. El chequeo de todo lo que llevamos es largo. A mí me requisan los cordones de los zapatos y el desodorante (el frasco es de cristal), las tijeras, las pinzas y las medicinas del neceser. Antes de pasar a la celda nos llevan al médico abriendo y cerrando quince mil candados.

En la celda no nos reciben con alegría: ¡Somos tres más! Y cuando entramos ya están muchas por los suelos, preparadas para dormir. Hasta allí nos conduce una señorita que es quien abre el último candado y nos empuja dentro diciéndonos que nos busquemos un sitio. Para entrar hay que evitar pisar a las mujeres tiradas por el suelo en unas colchonetas tan anchas como el pasillo en el que están. Es el acceso al cuarto donde nos guardan. Se quejan y piden que no las jodan más. Gritan para que pasemos rápido y vayamos al fondo. En la habitación hay más luz y la gente no se ha acostado todavía. La habitación es un cuadrado de cinco por cinco metros cuadrados repleto de mujeres; no caben más; tampoco nosotras. Hay 14 literas alrededor de las paredes, 28 camas y una montaña de colchonetas tiradas en el centro.

Algunas nos invitan a que intentemos acomodarnos semisentadas en el suelo. Nos brindan una esquina de una colchoneta en el centro de la habitación y sobre la que hay racimos de mujeres, como sobre las camas. Las tres nuevas obedecemos. De cada cama cuelgan unas cuatro o cinco mujeres, unas encima de otras, tanto en las de arriba como en las literas de abajo. Desde el suelo, sólo se ven pies colgando, muchas cabezas. Aquello es como un camión de carne, con bultos, las maletas de las reas y restos y olor a comida. Allí se come, se vive, se duerme y se...

Y entre las formalidades y primeras conversaciones aparece (mejor dicho, toma la voz) la delegada de Prevención. Se llama Rebeca y es una presa sargentona que grita y nos dice a las tres nuevas que nos duchemos rápido, ordena que las que hoy duermen en el suelo se aprieten más y compartan sus colchonetas con nosotras y que no hagamos mucho ruido.

Antes de que apaguen la luz, desde fuera, Carmen me advierte que al día siguiente me tocará, como a todas, limpieza y que a las últimas en entrar nos llaman antes. Me recomienda que según escuche mi número por la mañana esté lista y que no les haga esperar ni un minuto, que eso puede ser motivo de calabozo. Duermo abrazada a mi mochila, como me han dicho.

Santa Mónica

Tocan diana a las 5.45 de la mañana. Nos despierta a gritos. Me incorporo del suelo vestida de calle, como me habían dicho para correr más. Rápido, me indican que las nuevas vamos a lavandería, que no es ni mucho menos un lugar donde huela a jabón y se lavan las sábanas, ya que para empezar no hay. No, lavandería es el vertedero. Nuestra misión es limpiar una montaña de basura, las basuras de las mil reclusas. Como armas de aseo nos dan unas escobas viejas y unos cubos gigantes que tenemos que ir llenando. La basura está en montañas de dos metros de altura y para moverla hay que abrazarla sin más utensilios que nuestros brazos y cuerpo. Frente a nosotras están todos los residuos de la cárcel del día anterior: las sobras de las comidas, los papeles, botellas, compresas, latas y mierdas varias que generamos en Santa Mónica

-Gringuita, haga como yo, que yo sé más de esto. Yo seré más rápida, pero tenemos que limpiarlo, y rápido, las tres. Yo voy la primera y espanto lo que haya; usted no mire nunca al suelo; siempre pa'l cielo. Si hay bichos, yo los espanto. Hágale. Si no, esto será mucho peor -me dijo Chirley.

Tras superar la basura, tuve que recomponerme a las risas en la cola del desayuno cuando me presenté sin platos.

-Pon las manos para la leche -me dijeron.

Pero no hizo falta. Varias presas salieron en mi ayuda, y Carmen, la española, estaba ya detrás de mí con uno de sus tuppers.

Ese miércoles había visita de mujeres, y allí eso, si tienes alguien que te vaya a ver, es una fiesta. Supone abrazos, ver a gente distinta de la de la celda, tu gente, que trae aliento, noticias de cómo van las cosas fuera, fotos de los hijos, información caliente de lo último de los abogados, de lo que pasa en el país, de cómo están creciendo los sobrinos. Aparte, si los familiares no son muy pobres y pueden permitírselo, siempre traen algo: unas zapatillas nuevas, un pastel hecho por ellos, un lápiz de ojos, una camiseta, papel higiénico, servilletas, fruta... De ahí surgen los tesoros que luego se guardan bajo llave en la celda.

Yo, como nueva, no tengo derecho a salir al patio. Los primeros días no se sale de la celda para nada. La habitación se queda casi vacía y me siento en el suelo a ver a las otras nuevas a las que dejan salir a la antesala de la celda. Las veo desde los barrotes del pasillo. Reciben a su gente en la antesala de la celda, entre hierros, bien vigilados. Pienso en que mi hermano ya debe estar en el país. Una mexicana, también allí por tráfico de drogas, me dice que si está mi hermano es fácil que le dejen entrar, que cuando los familiares de los extranjeros viajan a Perú para vernos les permiten vernos a diario, aunque sólo sea diez minutos.

Los días de visita, a la hora de comer, las presas tienen la opción de comer el engrudo diario en sus celdas o con las familias. Mi hermano, aterrado al ver pasar los cubos de basura empujados por nosotras, buscó cualquier otra opción mejor para mí. Pidió permiso y salió a comprarme algo. No sé bien dónde lo consiguió; ni cómo, con tan sólo unas horas en el país, Pedro había aprendido a moverse tan bien por aquella cárcel de Perú, rodeado de presas, guardianas y miseria. En diez minutos estaba otra vez conmigo con un pollo delicioso con ensalada. Me acuerdo de hasta los colores de la comida.. Me lo comí con las manos, hambrienta y muerta de risa y de felicidad. No creo que haya tenido nunca una sensación de mejor comida. Pedro se reía. No dejé nada; sólo los huesos. Y ya contenta dejé el plato de plástico en el suelo, con la tripa llena y recostándome sobre la pared. El buen sabor nos duró unos segundos, los que tardó una mujer indígena, de unos 50 años y que hablaba mal castellano, en acercarse a nosotros y pedirnos los restos. Aterrados le pasamos el plato con huesos. Ahí es donde vivimos la diferencia entre mi hambre y el hambre histórica de los más pobres, los que se comen los restos y están acostumbrados a escarbar basuras.

Dormí allí muchas historias más; muchos desalientos de mujeres que habían secuestrado, matado, robado o malvivido simplemente. Yo salí porque tenía una familia, recursos para pagar a un abogado y tras una semana, nos interesó hacer ruido y salir en los periódicos, que sí publicaron mi desventura. La pesadilla acabó con recepción en el palacio presidencial: Alejandro Toledo, presidente del país, me pedía disculpas. Por su parte, la Interpol repetía a mi familia que saliese de Perú cuanto antes: que corría peligro (incluso cuando ya tuve mi notificación de excarcelación). Salí de Lima ilegal: dos de los expedientes que certificaban mi inocencia se perdieron. Pude hacerlo porque contaba con el apoyo, tras el revuelo de mi caso, del Gobierno, de presidencia, de la embajada española (que durante los últimos días sí me prestó atención) y la presión de la prensa. Hoy por hoy, todavía no puedo pisar Perú: permanecen vigentes las causas que me impedían salir del país y que con las bendiciones de las autoridades nos saltamos.

Isabel Gómez Benito, en el penal peruano de mujeres Santa Mónica, de Lima.
Isabel Gómez Benito, en el penal peruano de mujeres Santa Mónica, de Lima.EFE / PAOLO AGUILAR

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