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Columna
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El Apartamento

El espacio es lo más lujoso de este mundo cuando deja de ser un concepto físico y se convierte en un sueño de la mente. Hay una edad en que el espacio es la única medida que condensa dentro de uno mismo todas las dimensiones del mundo. Recuerdo una pensión de estudiantes en la que viví en el casco viejo de Santiago de Compostela. Nos asomábamos a las ventanas mientras llovía y fumábamos ante un horizonte de portales medievales y tejados con musgo. Todo el paisaje se alojaba en el interior de la habitación al lado de la mesa de caballete con un flexo amarillo por donde andaban desperdigados los apuntes de Historia Moderna junto a una cafetera, el paquete de cigarrillos y alguna novela a medio leer. Entonces todo tenía la ingrávida densidad de los sueños y en los escasos metros que separaban las cuatro paredes de la estancia había una fotografía de Dylan Thomas con jersey de cuello vuelto en un pub de East Village y una lámina del jardín de las Delicias que equivalía al universo entero.

Hay pintores que logran convertir una tela de metro y medio en un vacío luminoso que es la medida de todas las cosas. La Modern Tate Gallery de Londres era antiguamente una central eléctrica donde las turbinas fueron sustituidas por esos espacios abiertos al mundo que son los cuadros. Los lofts más exclusivos del Soho, de Tribeca y de Chelsea en Nueva York eran antes carboneras, naves de hilaturas y almacenes donde los pintores y artistas han ido estableciendo sucesivamente sus talleres y en ellos han combinado las tuberías de hierro pintadas en tonos muy vivos con delicadas alfombras de cachemira, conquistando así para el arte el espacio de las catacumbas industriales. El espacio de un hogar nunca depende de los m2, sino de los sueños de sus habitantes. Hay mansiones inmensas que en realidad tienen el tamaño de una celda de castigo y hay viviendas pequeñas donde caben todos los mundos. Hace un par de años viví en un apartamento de 50 m2 en River Oaks, Louisiana, sin un solo mueble. El ordenador y el teléfono se hallaban en el suelo. Tenía que escribir sentada en la cama con el portátil sobre las rodillas, pero cada mañana mientras desayunaba veía una ardilla haciendo equilibrios en la barandilla del porche y había una colonia de pelícanos que al atardecer desplegaba sus alas rosas por encima de mi cabeza.

Nadie duda que en estos tiempos de capitalismo salvaje, la batalla del suelo es donde se libra la verdadera lucha por la supervivencia y dentro de ella la burbuja inmobiliaria representa el auténtico campo de Marte. Aquel horizonte de clase media con muchachas bordando sábanas para el ajuar de la boda, se halla tan lejano como el Paleolítico inferior. Hoy algunos jóvenes se ven obligados a prolongar artificialmente la adolescencia por que no pueden permitirse un alquiler. Siguen apoltronados en el sofá como guerreros derrotados antes del combate. No sueñan precisamente con tener familia numerosa ni con la clase de hogar de recibidor y tresillo que conformó el ideal pequeño-burgués de sus padres, pero necesitan algún lugar que puedan pagar de su bolsillo, aunque sólo sea para colgar un póster de Najwa Nimri o postergar las grandes decisiones de la vida. Los denostados pisos de 30 m2 forman parte de este proyecto que ya funciona en muchos países europeos donde cualquier chaval de veinte años añora más un pequeño estudio de alquiler para el primer vuelo que la cárcel futura de una hipoteca.

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