_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El metro cuadrado

Un metro cuadrado era todo lo que reclamaban Mari Carmen Santonja y Gloria van Aerssen, conocidas por el nombre artístico de Vainica Doble, en una de sus primeras y mágicas canciones. Términos como mágico y fantástico se prodigan, sin duda en demasía, pero en el caso del irrepetible dúo yo añadiría por mi cuenta el de fabuloso, pues sus canciones eran de fábula, sabios apólogos sin moralejas fáciles, irónicos y tiernos.

En aquel metro cuadrado, duplicado, uno para cada una, las vainicas pretendían, y seguramente habrían conseguido, meter incluso un piano, tal vez de cola. Sin embargo, la módica reivindicación de un espacio privado de tan reducidas dimensiones cosechó ciertas críticas en inciertos teóricos del colectivismo proletario universitario de finales de los sesenta, que hacían valer su autoridad por la experiencia acumulada como residentes en colegios mayores, mitad cuarteles, mitad conventos, regentados por instituciones piadosas o patrióticas, o mejor ambas cosas a la vez, y financiados por celosos padres que pretendían mantener controlados a sus vástagos de tierna edad en su periplo por la peligrosa y disolvente urbe capital y universitaria para que no se contagiaran ni del marxismo ni de la gonorrea.

Para su desgracia, algunos de aquellos colegios se convirtieron pronto en foro más político que erótico, foco de rebeldía y de polémica, de cultura alternativa y bacanal salvo en tiempo de exámenes. Foros y focos en los que incluso podían debatirse hasta la saciedad y la ebriedad cuestiones tan peregrinas como la propiedad privada del metro cuadrado.

Un piso de treinta metros hubiera sido para aquellos energúmenos de la colectivización, fanáticos del falansterio, una auténtica provocación pequeño-burguesa, una austera celda entre monacal y espartana; un catre y una mesa de estudio con un ejemplar del Libro Rojo de Mao Tse Tung sobre ella hubieran bastado para satisfacer sus parcas necesidades. La iniciativa de la ministra de la Vivienda, que propugna habitáculos de 25 a 30 metros cuadrados para jóvenes aunque insuficientemente financiados, se plantea, al parecer, como una etapa-puente, un apeadero entre la juventud tutelada y la madurez responsable con su nuevo vocabulario, alquiler, fin de mes, hipotecas, impuestos... una transición por lo menos escarpada y de larga duración que sólo podrán acometer los elegidos por la fortuna familiar o el mercado de trabajo, con garantías de supervivencia, mientras la burbuja inmobiliaria siga en expansión y los precios de los pisos sigan vagando por la estratosfera.

En los últimos años de la década ¿mágica? de los sesenta, muchos adolescentes trataban de abandonar cuanto antes sus hogares cristianos (por decreto) para vivir por su cuenta; soñaban con viajar a Katmandú, aunque no solían pasar de Formentera, y con vivir en comunas, aunque se conformasen con compartir un piso en Argüelles o una buhardilla en Malasaña, generalmente con individuos de su mismo sexo. Los pisos compartidos entre amigos, estudiantes, inmigrantes de la misma procedencia o compañeros de trabajo siguen formando una red espontánea en Madrid y en toda casa de vecino. Se comparten gastos y soledades, aficiones y penurias y, por supuesto, las ofensas de caseros rapaces y agencias insaciables. Un piso individual, nuevo y de precio asequible puede ser un alivio para jóvenes solitarios y celosos de su intimidad, incluso para jóvenes parejas hartas de los indiscretos tabiques y de los cuartos de baño compartidos. Pero en el caso de las parejas, pasado el transitorio periodo de ensoñamiento y ensimismamiento, la convivencia en tan reducido espacio acabará actuando como un poderoso disolvente de los lazos.

Decía un famoso arquitecto estadounidense que si le dejaban diseñar y construir apartamentos baratos para recién casados garantizaba al menos un 80% de divorcios en menos de un año y éste podría ser el caso. Por supuesto, de hijos, ni hablar: la aparición de un vástago en la pequeña burbuja sería más tragedia que bendición. A este paso España seguirá en la cola de la fertilidad y el semen nacional desmotivado seguirá perdiendo calidad todos los días. La ministra de la Vivienda debería ser algo más amplia de miras.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_