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Columna
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Literatura y acción

David Niven encarnaba a un embajador británico en 55 días en Pekín, aquella superproducción que relataba el asedio a las delegaciones diplomáticas extranjeras en China durante la Guerra de los Bóxers. Con su elegancia innata (creo que en el cine pocos actores han reflejado mejor la elegancia estética -y moral- que David Niven) el intérprete daba a su personaje todas las legendarias virtudes que el imaginario colectivo siempre ha depositado sobre el pueblo británico: el valor como categoría del espíritu, la asunción de la adversidad con un ánimo casi deportivo, incluso cierto sentido aristocrático de la existencia reflejado más en hábitos personales que en ostentaciones nobiliarias. Cuando, después de padecer estrecheces sin cuento, una fuerza internacional libera a los asediados, el embajador británico, que había liderado la resistencia contra las turbas chinas, reflexiona en voz alta acerca de su futuro: "Supongo que ahora me retiraré, me retiraré al campo, a ver pasar los años paseando con mis perros y leyendo algunos buenos libros".

El retiro (incluso a la edad que Niven tenía entonces, que podía prometer a su personaje varios decenios de tranquilidad) es una noble aspiración que hoy día muy pocos desean y menos aún practican. Y el retiro se vincula, entre otras cosas saludables, con la lectura, la recapitulación acerca de la vida pasada y un consciente alejamiento de los afanes que suscitan la ambición y el poder. Pero si hoy el retiro parece una quimera en casi todos los ámbitos profesionales, sí existe, sin embargo, un oficio en el que se practica: el del poder y sus aledaños. En efecto, a menudo los políticos se retiran. Pero hay una diferencia entre el retiro de los políticos actuales y el de los legendarios funcionarios del Imperio Británico: que los políticos, más que retirarse, son retirados por el pueblo o por la prensa. No es algo buscado. Se van a regañadientes, fastidiados, con el ceño fruncido. Por eso su estadía lejos del poder es un exilio y lo consideran, más que una oportunidad para el placer intelectual, una ocasión para el rencor, por muy literario que éste sea.

Estos retirados a la fuerza experimentan a menudo una insólita vocación por las letras. Se ponen a escribir. Por citar a dos célebres arrinconados de los últimos tiempos, el periodista Urdaci ya ha publicado sus confesiones mediáticas y el anterior presidente del Gobierno, José María Aznar, va por el segundo libro. No albergo la más mínima intención de glosar la altura moral de estos personajes, pero sí recordar, en virtud de su ejemplo, esa insólita vocación por las letras que asalta a los que, cuando eran poderosos, no tenían un minuto para acordarse de ellas. De hecho, hoy ya podríamos hablar de dos clases de escritores: aquellos que han hecho de la escritura el centro de su vida y aquellos que se agarran a las letras como un salvavidas intelectual cuando la realidad les ha desalojado de lo suyo. Es como si decidieran maquillar su trayectoria con algunas publicaciones y, de paso, ponderar algunos aspectos de su biografía anterior. Los políticos en retiro escriben sin descanso; escriben sus memorias, sus impresiones políticas, se dan al ensayo histórico o social. Cuentan además con el apoyo de una sólida imagen pública, de modo que ya tienen mucho terreno ganado en esa ardua labor de conseguir lectores. Clinton o Gorbachov, Urdaci o Aznar, nombres para la historia o nombres para la historieta (respectivamente), pero unidos por las letras.

Es curioso constatar que escritura y acción son a menudo actividades disociadas. Los que escriben tienen problemas para amoldarse a la realidad y los que se dedican a cambiar la realidad no tienen tiempo de escribir. Otra cosa es que los hombres de acción, cuando se ven defenestrados, siempre encuentran alguna excusa para sumarse al ideal de los primeros. Algo muy seductor deben de tener las letras cuando hasta los políticos en paro recurren a ellas, algo que ni siquiera sospechaban cuando su única seducción era el poder.

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