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Columna
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La bofetada

Me sorprende la noticia de que ocho de cada 10 trabajadores de la sanidad pública han sufrido alguna agresión. Me sorprende un momento, y luego paso a considerar que estas agresiones son un síntoma, el aviso previsible de un mal. También nos vamos acostumbrando a que los profesores de los colegios y los institutos se lleven algún guantazo. Los padres indignados han tenido siempre la mano suelta dentro de casa, pero cada vez es más frecuente que se hagan notar con sus gritos y sus cinco dedos fuera del domicilio particular, sobre todo en los servicios públicos. Una bofetada es un grito de cinco dedos, la versión doméstica de la violencia, la bomba de andar por casa, el adelanto sentimental de las guerras. Aunque sigue resultando más peligroso, porque es síntoma de enfermedades mortales, que una bomba se cuele en un salón familiar, debe empezar a preocuparnos la facilidad con la que salen de casa las bofetadas. Cuando yo era niño, el profesor experto en aplicarnos un coscorrón con sortija suponía un síntoma de la sociedad autoritaria que soportábamos con disciplina burocrática y humillación religiosa. Toda España era un niño con pantalones cortos arrodillado en el banco de una iglesia. Todavía hay profesores violentos, pero ya han perdido su calidad de síntoma, superados de golpe, de golpe en golpe, por la mano suelta de los padres, hermanos, hijos y primos que no dudan en ajustarle las cuentas a la profesora que se atreve a suspender al niño o al enfermero que no puede atender los caprichos de un paciente.

La bofetada en los servicios público no sugiere una reacción melancólica. Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Era lamentable la sociedad que se ponía los zapatos del domingo y la ropa del Corpus para ir al médico, con la tristeza limpia y sometida que ordenó la pobreza de los derrotados. Son poco aleccionadores los recuerdos de la esquina de una clase, con los brazos en cruz y la yema de los dedos en carne viva, mientras en la pizarra navegan los héroes de la España imperial y en los cuadernos se repite cien veces que un niño no debe llevarle la contraria a un profesor. Afortunadamente estamos lejos ya del autoritarismo; pero, por desgracia, no nos hemos preocupado de defender una moral alternativa, una ética ciudadana, una educación basada en el respeto a los valores públicos, a los servicios públicos, a los trabajadores públicos. El padre que irrumpe en un despacho académico o en una habitación de hospital es tan peligroso para la moral pública como el político que recorta las inversiones o el obispo que se empeña en imponer su fe particular en una investigación científica o en un programa de estudios. Peligrosa alternativa a los fieles humillados representan los orgullosos consumistas, partidarios del lema el cliente siempre tiene razón, que desembarcan en un centro público como si entrasen en unos grandes almacenes con el poder adquisitivo de su identidad privada. La libertad ciudadana no puede confundirse con la rabieta de un adolescente empeñado en que le compren una moto, o con la ira del borracho al que no le dejan entrar en una discoteca. El no también es un patrimonio imprescindible de la dignidad pública, sobre todo cuando hay que tratar con gentes que no saben salir de casa.

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