La globalización de Dios
Me enteré de la muerte de mi primer Papa una tarde, al llegar al colegio. ¿Qué tendría yo, 11 años? Algo así. El profesor nos hizo sentar en los pupitres sin quitarnos los abrigos y proclamó: "Ha muerto Su Santidad Pío XII. Hoy no tendréis clase, en señal de duelo". Desde luego, a los 11 años los duelos sin clase son menos: no recuerdo ninguna angustia especial, más bien una sensación de alegría inesperada, gratuita y que me volví a casa hecho unas pascuas. (Me pregunto qué habrán sentido estos días pasados mis contemporáneos de 11 años. Y sobre todo quisiera saber qué recordarán de tanta agonía y funeral papales dentro de... 45 años, por ejemplo). Semanas después, en una revista a la que mi madre era adicta y en la que yo aprendí bastante francés -Paris Match- aparecieron unas fotografías escandalosas, inmisericordes, de la agonía atroz de quien fue en el siglo Eugenio Pacelli, obtenidas por un médico felón. Comenzaba la nueva era en la que lo más santo sería lo más espectacular y ya no habría nada obsceno salvo aquello cuya imagen nadie quisiera comprar...
Muchos años después, en Varsovia, tras una charla en el Instituto Cervantes, un periodista local me preguntó qué opinaba de la defensa que Juan Pablo II hacía de los derechos humanos. Pretendiendo ser amable le dije que celebraba mucho este cambio de actitud de la Iglesia, dado que en el siglo XVIII -cuando la Convención francesa los proclamó inauguralmente- el Papa los había condenado de la manera más tajante. Esta observación histórica desencadenó un cierto revuelo en algunas cabezas mitradas: nada menos que el arzobispo de Lublin se tomó la molestia de lanzarme un anatema que fue coreado por cierta prensa beata y contestado por otros articulistas, de modo que durante varios días me estuvieron llegando a España recortes de prensa que me hicieron lamentar más que nunca no conocer la lengua polaca. Llegué a la conclusión de que entre los derechos humanos por fin eclesialmente reconocidos uno de los asumidos con menor entusiasmo era el de recordar que ciertas conquistas de la dignidad humana se hicieron remando contra el Cielo o al menos contra sus representantes más distinguidos...
Por supuesto, no voy a cometer la impertinencia de juzgar a Juan Pablo II como Papa. Me parece dolorosamente evidente que si algún día ocupara la sede vaticana un pontífice a mi gusto, una de dos: o habrían llegado los tiempos del Anticristo o yo habría vuelto por fin al redil. No quiero cometer la misma ingenuidad de aquellos izquierdistas y ateos que hace años protestaban teológicamente contra la beatificación de Monseñor Escrivá, como si los demás santos lo fuesen a su entera satisfacción. Tampoco parece ya oportuno insistir más en el derroche mediático que ha rodeado la agonía y los funerales del Papa, ni en el contraste entre el desaforado culto a la personalidad del pontífice desaparecido y la inocultable mengua de influencia de la doctrina católica en las conductas efectivas de nuestros conciudadanos, incluso en países tan estentóreamente católicos como el nuestro. De todo ello me quedo con una pincelada estética que me hizo notar un amigo, porque demuestra hasta qué punto tenía razón Wilde cuando decía que la naturaleza imita al arte: en la serie de variaciones que pintó Francis Bacon sobre el retrato de Inocencio X de Velázquez, hay una que le representa distorsionado con la boca abierta (creo que se llama Papa aullando o algo semejante) y que se parece de modo sobrecogedor a las últimas fotografías de Juan Pablo II en la ventana de sus aposentos, tratando de hablar a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro.
Pero hay algo que sí me parece que debe ser destacado. Oímos hablar hasta la náusea por todas partes de crisis de los valores y algunos han pretendido ver en las multitudes congregadas en los días pasados en Roma (sobre todo en los numerosos jefes de Estado y representantes sociales llegados desde el mundo entero) algo así como un comienzo de la ansiada regeneración espiritual de la humanidad. Por poco que valga, quiero testimoniar mi insignificante discrepancia. Y lo digo tras haber leído varios textos teóricos escritos por Woytila, tanto su encíclica sobre las relaciones entre la razón y la fe como algunas de sus reflexiones vocacionalmente filosóficas. Pues bien, cuanto de carismático y arrollador pudiera tener la personalidad del Papa desaparecido brilla por su ausencia en lo que de su pensamiento hizo público: se trata de especulaciones doctrinales escolarmente retrógradas, declaradamente opuestas no ya a la Ilustración volteriana sino a toda la modernidad intelectual a partir de Descartes. Un retorno sin complejos, desde luego, pero también sin demasiadas luces al tomismo medieval menos flexible... hasta el punto que le hace a uno sospechar que si el propio Santo Tomás de Aquino -que tuvo bastante de rupturista en su día- regresara hoy a la Sorbona sería inmediatamente descalificado por alinearse demasiado en la via modernorum. De acuerdo, ya sé que el Papa no tiene ninguna obligación de ser un ensayista a la moda. Pero, si tanto interesan los valores en nuestro tiempo, ¿pueden acaso sustentarse y justificarse en una argumentación que ignora el despliegue histórico del pensamiento y las transformaciones radicales de la sociedad? ¿Es admisible que baste con poseer un físico atractivo y potente para que todas las razones queden arrumbadas como irrelevantes o perversas?
En efecto, este Papa viajero hacia cuyo postrer adiós tantos han viajado ha contribuido sin duda a la globalización de Dios, como anhelo epidérmico y espectacular de una referencia de armonía universal que no entra en detalles ni analiza la causa de los enfrentamientos, cuando no apoya las actitudes más dogmáticas que bloquean los avances efectivos que hacia ella pudieran darse. No pongo en cuestión su buena fe, ni la de quienes le rinden homenaje: pero no puedo dejar de creer -cada cual tiene sus creencias, aun los más incrédulos- que es una buena razón lo que de veras nos haría falta.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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