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IDA y VUELTA
Columna
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Rivalidad

Partidos como el de esta tarde en el que se enfrentarán el Real Madrid y el FC Barcelona llegan precedidos de una escandalosa exhibición de rivalidad. La industria del fútbol depende, en parte, de esa necesidad de enfrentamiento, que a veces degenera en tragedia. (En La guerra del fútbol, Ryszard Kapuscinski escribe: "Es larga la lista de los gobiernos que cayeron o fueron derrocados por los militares sólo porque la selección nacional había perdido un partido"). El secreto de este sentimiento tiene que ver con el aprovechamiento máximo de las emociones y una épica que calienta a los hinchas (el entrenador Luis Aragonés dijo en una ocasión: "Hay que ganar por lo civil o por lo criminal"). Por el mismo precio, no sólo disfrutas deseando la victoria de tu equipo sino también la aniquilación deportiva del rival. Al igual que en los esquemas narrativos más primarios, el conflicto se establece entre héroes y villanos, intercambiables en función de cuáles sean tus lealtades.

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En el palco del Barça

En el caso del Barça y del Madrid, las leyendas se han ido sumando a las noticias hasta crear un corpus de agravios más o menos consolidado. Se da por sentado que el Madrid representa la España más facha e imperial mientras que el Barça abandera la representación de una catalanidad progresista sometida por sucesivas hordas centralistas. No importa que la historia no sea exactamente así, ni que exista un Madrid popular o que por el palco del Barça hayan desfilado algunos insignes corruptores de valores. Ya se sabe que en el mundo del espectáculo es más importante la verosimilitud que la verdad. La evolución de los tiempos matiza levemente esa ficción, y sustituye adjetivos en función de un oportunismo que sigue alimentando a la bestia. Lo decía Fernando Savater: "En lo que más nos diferenciamos de los animales es en nuestra posibilidad de sentir complejos, sean de superioridad, de inferioridad o de identificación". Ser del Barça o del Madrid te permite vivir todas esas sensaciones a la vez o por separado.

La militancia te lleva a pasar por periodos de profundo complejo de inferioridad, otros de subidón arrogante y, casi siempre, a una presunción identitaria de lágrima fácil y bilis reactiva. Hay jugadores que estimulan esos instintos y destilan un plus de identidad que incluye el odio por el rival casi por contrato, véase Paco Buyo o Hristo Stoichkov (y, sin embargo, la apariencia es desmentida por lo que cuenta Buyo en el libro Ciento por ciento Stoichkov: "Militamos en dos grandes rivales como son Madrid y Barça, pero hemos sabido conectar, hacernos amigos, porque nos respetamos y a la vez nos apreciamos"). Cuesta mucho encontrar a un aficionado que sienta simpatías por el Barça y el Madrid al mismo tiempo (Figo no vale). La rivalidad, pues, exige formar parte del ritual de defensa de los propios colores. Y eso no sólo ocurre en nuestra liga. Ciudades como Glasgow, Buenos Aires o Manchester son el escenario de fratricidios entre defensores de clubes que representan valores opuestos. A menudo nadie recuerda dónde empezó la discrepancia y se establece una presunción de rivalidad basada en en el "por algo será". Recientemente, hemos visto como los dos equipos de Cracovia firmaban una tregua para homenajear a Karol Wojtila, un tiempo muerto que vale más que esos minutos de silencio que nadie respeta. Por cierto: en el Camp Nou, el domingo pasado, se produjo una situación revolucionaria. El modo de recordar a Juan Pablo II fue mucho menos emotivo y escénicamente más pobre que cuando se recordó a Manuel Vázquez Montalbán. Sin que sirva de precedente, la liturgia respetó más al ateo que al creyente.

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