La seducción
Decía D. Sebastián en Alcazarquivir: "¡Hidalgos, morid sin prisa!". La principal herramienta de la Iglesia es la lentitud. Un publicista tópico habría aconsejado reducir las exequias a la duración de un video-clip. Pero, para empezar, a ver quién es el regidor que le dice al cardenal Ratzinger: "¡Abrevie, padre! Y prescinda de las oraciones subordinadas, que nos eternizamos". Al poco de la defunción, resultaba curioso oír a algunos cronistas exclamar con asombro: "¡Todavía no han llegado todos los cardenales a Roma!". Y es que los cardenales viajan sin prisa. O por sus propios medios, como aquel obispo nigromante que iba por la noche en un santiamén desde Compostela a la Biblioteca Vaticana. De todas formas, el comentario más elogioso, y enigmático por su sencillez, en estos días de Necrópolis Global, no se lo escuché a un experto, sino a una fuente anónima acodada en la barra de un bar: "Lo que pasa con este Papa es que creía en Dios".
Podemos imaginarnos a Dios dudando de su propia existencia ante el retrato intimidatorio de muchos pontífices. En cambio, se le puede suponer muy divertido, pasando unos ratos estupendos, con el papa relojero Silvestre II que con sus manos construía cuadrantes solares, clepsidras y órganos hidráulicos. Fue este papa el inventor del reloj de balancín y de "la más bella y necesaria de todas las invenciones hechas en relojería". El llamado escape. Para entendernos, el peso motor del tiempo.
Ahora, el tiempo vaticano es una novedad. La excesiva explotación del reloj ha terminado por destrozarlo, por agotarlo, como le ocurre al viento con los tornados. Todo tiene que pasar de prisa. Y en consecuencia, todo se precipita, todo se cae. Exhaustos de vértigo, esta parsimonia de la Iglesia es un espectáculo. La cámara, de repente, se eterniza. Mientras el tiempo se instala en el escape, mientras Wojtyla inicia su descanso eterno, también vivimos el hipnotismo de que se detiene la precipitación. Pero es imposible poner a un lado el escape y, al otro, el reloj. Hegesipo escribió: "Acostumbraban a llamar virgen a la Iglesia, porque aún no había sido seducida". Junto al sepelio de un entusiasta pontífice, hemos visto una muy antigua escenificación. La del poder seducido por la Iglesia y la Iglesia seducida por el poder.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.