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Tribuna:
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Universidad de asignaturas o de titularidades

La miseria del periodismo radica en que, persiguiendo la actualidad más rabiosa, va dejando a un lado, por sabidos y constantes, los pocos temas esenciales en los que deberíamos detenernos. En la prensa se aprecia sobre todo la novedad, calidad que se pierde en cuanto se vuelve al mismo tema. Tengo un cuaderno lleno de sucesos que un día me llamaron la atención, pero de los que nunca más se supo. Levantar la liebre se tiene por la primera virtud del periodismo; no perseguirla hasta cazarla, su mayor miseria. Esta reflexión ahuyenta los temores y vacilaciones que había sentido antes de uncirme a la noria, e insistir en el mismo tema. Porque, si existe un amplísimo consenso en que de la educación depende en buena parte nuestro futuro, ¿cómo es posible que estando la enseñanza media y la universitaria bajo mínimos no haya surgido un gran movimiento social que presente alternativas a la parálisis de los Gobiernos?

Mi último artículo sobre la universidad [De continente a islote, EL PAÍS del 2 de febrero] ha polarizado las opiniones de los universitarios en los extremos: una buena parte, si se ha dignado a reaccionar, lo ha hecho con desprecio -este hombre no sabe de qué va-, incluso alguno no ha podido contener su indignación por la ofensa infligida a la Universidad española, que no merece ser tratada así. Una minoría, en cambio, se apresuró a comunicarme que me había quedado corto, que la realidad es mucho peor que la descrita, convencidos todos, eso sí, de que hay que abandonar toda esperanza. Lo que más me ha afectado es que nadie me haya propuesto medida alguna que ponga en marcha acciones colectivas que hagan visible el precio altísimo que pagaremos en el futuro. Contemplamos el incendio con harto dolor, pero no estamos dispuestos a ejercer de bombero.

También me ha sorprendido que pocos se hayan referido a la única tesis que contenía mi artículo, a saber, que si la universidad moderna se distingue por unir investigación y docencia, vincularlas resulta imposible con la fragmentación del saber en asignaturas que se exponen en "la horita de clase", monólogo del profesor que los alumnos recogen literalmente en sus cuadernos, ya que van a ser examinados de lo que se ha dicho en clase, a menudo con la obligación de repetirlo tal como se dictó. Antes bastaba con aprenderse el libro de texto; hoy sobra con los apuntes; en ambos casos podemos prescindir de las bibliotecas. ¿No han observado que están llenas de alumnos que no leen un libro, sino que están repasando o recopiando apuntes? El profesor universitario podrá investigar por su cuenta -de algunos sé que lo hacen con dedicación y calidad-, pero a la hora de dar la clase, en el mejor de los casos podrán referirse a los resultados de la más reciente investigación, propia o ajena, pero no insertarla en la enseñanza que exigiría una didáctica en la que el estudiante fuese activo, leyendo, escribiendo y hablando en público sobre los temas que trabaje. Como el sistema no ha cambiado con la mejor relación profesor-alumno, algunos profesores se ahorran hasta "la horita de clase" por falta de alumnos, y los más han podido concentrar la docencia en un cuatrimestre. ¿Hay razón para quejarse?

A mi viejo amigo Paco Bustelo [La Universidad de nuestros pecados, EL PAÍS del 23 de febrero] tengo que agradecer que haya saltado a la palestra para argumentar, por un lado, que de ser cierto mi diagnóstico, "la situación sería terrible y habría que tomar medidas inmediatas, proclamando quizá una suerte de estado de emergencia en las enseñanzas universitarias para evitar que la sociedad española, al no contar con personas debidamente formadas, se resquebraje y vuelva a sumirse en los atrasos políticos, sociales y económicos de antaño". En mi artículo me he cuidado mucho de no hacer un diagnóstico, centrado únicamente en la tesis de que es imposible enseñar a hacer ciencia, cuando la docencia se reduce a ir explicando las distintas "asignaturas" en "la horita de clase". Pero no me parece mal el juicio que Bustelo me atribuye. Podría ser que para mejorar significativamente la universidad no hubiera otra solución que disolverla y empezar de cero, ya lo hizo la revolución francesa con resultados satisfactorios. Pero como a nadie se le oculta que por muchas y muy distintas razones esta solución no es posible, ni siquiera deseable, ello no implica, como infiere mi amigo, que el diagnóstico sea falso. Muchos lo comparten tal como se expresa en el ritornello que oímos de continuo entre docentes, la enseñanza va cada vez peor, aunque nada se puede hacer. Por otro lado, Bustelo termina su artículo diciendo que "quizá a la larga tenga razón Sotelo y haya que acabar con esos planes de estudio, con las carreras tradicionales y con 'la horita de clase' y sólo se enseñe a plantear preguntas y a poner en cuestión el mundo en que vivimos. Para ello, sin embargo, habrá que esperar años y años en España y en todo el mundo". Hombre, en todo el mundo no; las grandes universidades de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, y la lista es mucho más larga, ya hace mucho tiempo que lo practican, aunque por muy diferentes motivos sea bien visible la crisis actual del modelo de universidad que combina investigación y docencia. Pero lo que es seguro es que en España habría que hablar, no de años, sino de siglos.

En un ensayo de 1899, De la enseñanza superior en España, que debería ser de lectura obligada para todos nuestros profesores, Miguel de Unamuno describe la universidad como "el centro docente (tal es el mote) en el que nos reunimos al azar unos cuantos funcionarios, que vamos a despachar el expediente diario de nuestra lección. Antes de entrar en clase se echa un cigarro, charlando del suceso del día durante el cuarto de hora que de cortesía llaman. Luego se entra en clase, se endilga la lección, y ya es domingo para el resto del día, como dice uno del oficio". "El ser catedrático es un oficio, un modo de vivir. Se pesca un momio, una posición segura, la propiedad de una cátedra, no su mera posesión, y el ius utendi et abuntendi con ella. Es corriente el creer que la oposición da un derecho natural, incontrovertible, anterior y superior a la ley". "¿Y cómo se entra al disfrute del beneficio? ¡Las oposiciones! Esto es todo un mundo. Quien estudie las oposiciones conocerá España".

Pues bien, ante el eximio catedrático, "unos cuantos botijos vacíos toman afanosamente apuntes sin enterarse de nada; porque, ¿se ha enterado jamás un taquígrafo de los discursos que recoge? Hay que ver los apuntes de clase ¡Qué desatinos! Y, la verdad hay que ser justos; no son todos del catedrático". Cierto que mejor que escuchar la disertación improvisada del catedrático sería leer un buen libro, lo que nos co-loca ante el dilema de "o bien el libro mata la cátedra, o ésta se convierte en lo que llaman los alemanes un seminario; en un laboratorio y centro de investigaciones y no de retórica". "Pero el seminario es un laboratorio de ciencia, y nuestra Universidad no suministra ciencias, sino asignaturas, que es cosa muy distinta". "Hemos hecho de las ciencias asignaturas. Y ahora bien; ¿qué es una asignatura? Algo asignado, señalado, determinado de antemano, y algo, a la vez por lo que se percibe asignación. Es la ciencia oficial o enjaulada; es, en una palabra, ciencia hecha. ¡Ciencia hecha! He aquí todo; con sus dogmas, sus resultados, sus conclusiones, verdaderas o falsas. Es todo menos lo vivo, porque lo vivo es la ciencia in fieri, en perpetuo y fecundo hacerse, en formación vivificante. Son las conclusiones frente a los procedimientos, el dogma frente al método, es el gato en el plato en vez de la liebre en el campo". "Y luego, nuestra juventud se cansa pronto. Le han acostumbrado a dogmas y conclusiones, a comerse el gato cazado y aderezado, y se fatiga al punto de correr la liebre". Para los que no conozcan este ensayo de Unamuno -y uno pensaría que los profesores universitarios son los únicos que no lo conocen- no saldrán de su asombro al comprobar que después de un siglo largo no haya perdido un ápice de actualidad.

Si hace más de un siglo las mejores cabezas ya trataron a nuestra universidad como se merece (aunque entonces, como ahora, no falten los que tilden tamaños reproches de exageración, debidos al afán incurable de llamar la atención), cómo puedes confiar a estas alturas, mi apreciado Paco, en que con el tiempo nuestra universidad vaya a renunciar un día a comprimir los resultados de las ciencias en las llamadas asignaturas, organizadas a su vez en los correspondientes "planes de estudio" que, como Unamuno ya comentaba, "cada ministro se trae su plan, ni mejor ni peor que los anteriores, que contribuye a corroborar la anarquía que en asuntos de enseñanza aquí reina".

Y la situación es tan grave porque el modelo de universidad que vincula la investigación con la docencia se tambalea también en la Europa en la que por fin nos hemos integrado. Desde ella nos envían el mensaje nefasto de que la reforma que se precisa consiste en supeditar la enseñanza superior al mercado de trabajo. Como le ha ocurrido a Iberoamérica, que ha pasado del caballo al avión sin apenas haber desarrollado el ferrocarril, la Universidad española parece abocada a pasar de las asignaturas a las titulaciones mil, ocupada tan sólo en distribuir los conocimientos que demanden los empleadores. Me dirás, entonces, ¿qué se puede hacer? Y la respuesta es la misma que dan en los demás países de nuestro entorno, mantener las universidades que tenemos, no hay otro remedio, pero a sabiendas que no son más que escuelas profesionales para educar a una buena parte de la juventud en saberes que les permitan acceder a un empleo (por malas que sean, mejor es pasar por ellas que quedarse fuera), desterrando la falsa pretensión de que hacen ciencia, y crear unas pocas instituciones de excelencia, llámense universidades de élite o como se quiera, en las que se enseñe a hacer ciencia. Porque una cosa debemos de tener muy clara, una sociedad moderna no se sostiene económica ni socialmente si no cuenta con una cantera de científicos propia.

Lo que me parece inaceptable es que me atribuyas "un curioso silogismo: el atraso se debió, entre otras cosas, a la falta de empresarios y no hubo empresarios porque la Universidad fue incapaz de formarlos" ergo, "si fuese verdad lo que dice Sotelo, la lucha contra la pobreza en el mundo sería más fácil, concentrándose en la formación de empresarios". No puedo hacerme a la idea de que antes de atribuirme tamaña estupidez no hubieras leído y releído lo que he escrito. Lo que yo pienso -y lo he aprendido del historiador económico que te niegas a nombrar- es que lo que en España han faltado, y siguen faltando, son "empresarios que arriesgan, innovando, y ello tendría que ver con el nivel educativo y barrunto que también con el tipo de universidad en la que han estudiado". Parece que la innovación algo tiene que ver con el desarrollo económico, Schumpeter dixit, y lo que ha escaseado entre nosotros han sido empresarios innovadores. Ya en 1934 don Santiago Ramón y Cajal escribía que conviene hacer "un análisis comparativo de la capacidad productora de nuestras fábricas y de las causas -harto adivinables- de que nuestros adinerados fabricantes, en vez de promover nuevos inventos, se contentan con el lucrativo, aunque no muy honroso cometido de aprovechar patentes caducas, o de adquirir, a precios exorbitantes, novísimas patentes extranjeras". Resulta penoso que pasados ochenta años pueda escribir que "nuestro modelo de Universidad tal vez explique el que hasta nuestros días la mayor debilidad de nuestra economía se manifieste en la exigüidad de patentes españolas". Lo que al historiador económico de nuestros días no le entra en la cabeza hasta el punto de atribuirme una bobada que se saca de la manga, a Miguel de Unamuno y Santiago Ramón y Cajal, a partir de la experiencia que tuvieron de la Universidad española, les hubiere parecido de sentido común. Aunque sea una hipótesis nada original, reconocerás que tal vez se pueda establecer una cierta relación entre baja productividad, falta de innovación y una educación en la que prima la rutina y se ha eliminado por completo el riesgo de lo nuevo. Y permíteme que para evitar nuevos malentendidos añada que la educación no es el único factor al que habría que apelar para explicar la falta de innovación; también cuenta, por ejemplo, el salario, cuánto más bajo menos innovación. Las explicaciones monocausales no suelen servir.

Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

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