Andersen, un profeta de la aniquilación
Todavía hay muchos estadounidenses que siguen leyendo los cuentos de hadas de Hans Christian Andersen, tanto de niños como a sus niños, pero que suelen confundirle con el simpático soñador interpretado por Danny Kaye en una biografía cinematográfica no demasiado acertada. El verdadero Andersen compuso una extraordinaria variedad de relatos, dirigidos tanto a los lectores adultos como a los niños.
Andersen nació el 2 de abril de 1805 en Odense, entonces un pueblo pobre cercano a Copenhague. Su familia era de lo más humilde, su padre putativo era zapatero, y su madre, una lavandera que se vio obligada, por las circunstancias, a algo equivalente a la prostitución.
Aunque Andersen tenía tremenda originalidad en sus cuentos de hadas, había heredado encantado, de la tradición, una estoica aceptación del destino. Nietzsche decía que, para que la vida fuera vida, el origen y la meta tenían que estar separados. En Andersen no existía el deseo de separar el origen y la meta. Le supuso muchas insatisfacciones en su vida: nunca tuvo casa propia ni un amor duradero, pero, en cambio, logró crear un arte literario extraordinario.
La frustración sexual es su obsesión permanente, aunque oculta
Insto a los niños a que lean a Andersen en vez de a J. K. Rowling, que es mala escritora
La verdadera orientación sexual de Andersen, como la de Walt Whitman, era homoerótica. En la práctica, ambos autores ejercían el autoerotismo, si bien las expresiones de añoranza de las mujeres en Andersen son mucho más conmovedoras que los gestos hacia la heterosexualidad de Whitman, esencialmente literarios. Pero Whitman era un poeta-profeta que ofrecía la salvación, muy poco cristiano, mientras que el arte de Andersen, que profesaba una devoción de tipo sentimental al Niño Jesús, es un arte pagano.
Otro danés contemporáneo de él, Kierkegaard, supo comprenderlo astutamente desde muy pronto. Desde el punto de vista del siglo XXI, Andersen y Kierkegaard se reparten curiosamente entre ellos la cumbre estética de la literatura danesa. ¿Qué tienen los cuentos de Andersen para ser tan imperecederos? Kierkegaard decía, con razón, que su plan consistía en demostrar lo difícil que es ser cristiano en una sociedad supuestamente cristiana. Andersen, de forma encubierta, tenía otro proyecto muy distinto: cómo seguir siendo niño en un mundo supuestamente adulto.
Yo no creo que haya diferencias entre la literatura infantil y la buena o gran literatura para niños muy inteligentes de todas las edades. Tanto J. K. Rowling como Stephen King son malos escritores, gigantes muy adecuados para nuestra nueva Edad Oscura de las Pantallas: ordenadores, cine, televisión. Insto a los niños de todas las edades a que lean y relean a Andersen y Dickens, Lewis Carroll y Edward Lear, en vez de Rowling y King. A veces, cuando digo esto en público, me preguntan: ¿no es mejor leer a Rowling y King, y luego seguir con Andersen, Dickens, Carroll y Lear? La respuesta es de carácter pragmático: tenemos un tiempo limitado. Forzosamente, cuando se lee y se relee, es en detrimento de otros libros. Si viviéramos varios siglos, podría haber mundo y tiempo suficientes, pero el principio de realidad nos obliga a escoger.
Andersen tituló uno de sus volúmenes de memorias El cuento de hadas de mi vida. En él cuenta con claridad lo penoso que fue su ascenso desde la clase obrera de Dinamarca a principios del siglo XIX. El propósito fundamental de su carrera fue obtener fama y honores, sin olvidar nunca lo que le había costado subir. Sus recuerdos de cuando su padre le leía Las mil y una noches parecen más intensos que ningún otro.
Absorber las biografías de Andersen es un proceso curioso: cuando me distancio de lo que he leído, me queda la imagen de un adolescente sincero, que se fue a Copenhague y siempre se derrumbó ante la amabilidad de los extraños. Esa franqueza tan peculiar persistió toda su vida: viajó por toda Europa y se presentó a Heine, Victor Hugo, Lamartine, Vigny, Mendelssohn, Schumann, Dickens, los Browning y otros muchos. Perseguía a los nombres famosos y soñaba, por encima de todo, con serlo también él, cosa que logró mediante la creación de sus cuentos de hadas.
Andersen fue un autor escanda
losamente prolífico en todos los géneros: novelas, libros de viajes, poesía, teatro; pero su importancia se debió, y siempre se deberá, a sus extraordinarios cuentos de hadas, que transformó en una creación personal en la que fundía lo sobrenatural con la vida cotidiana de una manera que sigue sorprendiéndome, incluso más que los cuentos de Hoffmann, Gógol y Kleist, dejando aparte a Poe, maravillosamente espantoso, pero ineludible.
La frustración sexual es la ob-
sesión permanente -aunque oculta- de Andersen, encarnada en sus brujas y frías seductoras y en sus príncipes andróginos. D. H. Lawrence, uno de los principales autores de relatos cortos en el siglo XX, nos dejó en herencia un lema soberbio para un crítico: "Confía en la historia, no en el artista". Andersen decía que sus relatos eran la historia de su vida, y sus críticos y biógrafos, en general, siguen esa línea, pero yo soy escéptico. Como ocurre con su gran contemporáneo estadounidense, Walt Whitman, la obra de Andersen parece fácil, pero no lo es. El hecho de que tanto Whitman como Andersen fueran fundamentalmente homoeróticos no es algo que les vincule especialmente, puesto que son muchos los escritores que comparten esa orientación sexual. Lo que sí une a Whitman y Andersen es un mismo distanciamiento de sus supuestos proyectos personales. Whitman se proclamaba poeta de la democracia, pero su poesía es hermética y elitista. Andersen inventó lo que los dos últimos siglos han denominado "literatura infantil", pero, aparte de algunos primeros relatos, es tan poco infantil como Kafka y Gógol. Lo que hizo Andersen, en realidad, fue escribir para niños extraordinariamente inteligentes de todas las edades, de 9 a 90 años.
A veces creo que, al menos por un instante, mi cuento de Andersen preferido es El cuello, una cosa aparentemente menor de sólo dos páginas, tan llenas de vida y significado como un fragmento de cualquier parábola de Kafka, como El jinete del cubo o El cazador Graco. Escrito en 1848, después de una visita a Inglaterra, El cuello ironiza sobre el propio Andersen, obsesionado con la autopromoción, y sobre los periódicos daneses, profundamente irritados por las actividades extranjeras de este hombre orquesta.
Uno de los talentos principales y más extraños de Andersen es que sus relatos viven en un cosmos animista en el que no existe nada que sea un mero objeto. Cada árbol, arbusto, animal, artefacto, prenda de vestir o pedazo de arcilla posee un alma angustiada, una voz, deseos sexuales, la necesidad de reconocimiento y el terror ante la perspectiva de la aniquilación. La bipolaridad de Andersen, con sus episodios histéricos de grandilocuencia y depresión, está muy alejada de este mundo inventado en el que las sirenas y las vírgenes de hielo, los cisnes y las cigüeñas, los patitos y los abetos, los zapatos y las casas, los cuellos y las ligas, las campanas y los vientos, los muñecos de nieve y las ninfas del bosque, las brujas y los dolores de muela, todos ellos, poseen una conciencia tan capaz, cruel y deseosa de sobrevivir como la nuestra.
Cristiano, en teoría, Andersen fue desde el primer momento un pagano narcisista y adorador del Destino, que, para él, era una diosa sádica a la que muy bien podríamos llamar Némesis. El genio de Andersen tiene profundas raíces en un animismo antiguo, anterior a Las mil y una noches. Es evidente que Shakespeare, el más universal de todos los genios, influyó en Andersen con El sueño de una noche de verano, en el que unas pequeñas hadas encantadoras se convierten en criadas de Bottom, el maravilloso cuarteto de Mostaza, Polilla, Telaraña y Pimentón. Estos personajillos son tan de Andersen que podríamos pensar que, si la sucesión cronológica hubiera sido la inversa, Shakespeare los había tomado del danés, salvo que serían seres más sombríos en el narrador de Odense. El universo de Andersen es totalmente vitalista, pero tiende a ser maligno.
Andersen coincidía con William Blake y Walt Whitman en que los tres vivían en realidades en las que no existían objetos inanimados, sino pura sensibilidad en cada guijarro, cada hierba y cada señal de una valla de piedra. Pero estos dos últimos eran profetas del apocalipsis e instaban a todos los objetos a recuperar las formas humanas. Andersen, como otro danés, el príncipe Hamlet, es un profeta de la aniquilación. Un relato tan breve como El cuello ofrece tanta introspección como un soliloquio de Hamlet.
Como Andersen, el cuello no deja de hacer ofertas de matrimonio, y se ve rechazado sucesivamente por una liga, una plancha, unas tijeras y un peine. No deben considerarse alegorías de Riborg Voigt, Louise Collin y Jenny Lind, y menos de Henrik Stampe y Harald Scharff. Todo marcha así hasta que el cuello acaba en el cubo de trapos de una fábrica de papel y dice, con resignación: "Ya era hora de que me convirtieran en papel blanco". A esas alturas, le he tomado cariño al cuello, de modo que siento horror al leer el último párrafo del cuento:
"Y así fue. Todos los trapos se convirtieron en papel blanco, pero el cuello pasó a ser precisamente este papel que ahora vemos, en el que está impresa esta historia, por todo lo que presumió sobre cosas que nunca habían sucedido. Es algo que debemos recordar para no hacer lo mismo, porque nunca podemos saber si también nosotros podemos acabar un día entre los trapos y convertidos en papel para que impriman toda nuestra historia en él, hasta nuestros más íntimos secretos, y luego tengamos que ir de un lado a otro hablando de ellos, como el cuello".
En relación con sus contemporáneos, a Andersen podemos situarlo entre Dickens, que retiró el saludo al danés después de que una visita que le hizo éste se prolongara hasta convertirse en una estancia de cinco semanas, y Tolstói, que apreciaba la sencillez y la franqueza del estilo narrativo de Andersen. Estar entre Dickens y Tolstói debería anular a cualquier autor de relatos cortos, pero Andersen sobrevive, tan ignorante y despreocupado como el indestructible soldado de La caja de yesca. Sin embargo, ni Dickens ni Tolstói son crueles, salvo en la medida en que la naturaleza y la historia son crueles. Las fantasías de Andersen, en gran parte alejadas de la historia y la naturaleza, son con frecuencia crueles, incluso sádicas, tal vez por culpa de sus impulsos andróginos. La idea de Freud consiste en liberar el pensamiento de su pasado sexual o la curiosidad sexual de los niños. Andersen, cuyo propósito era seguir siendo siempre niño, recurría a las energías del pasado sexual y de ellas obtenía el brío y el ritmo de su arte.
Todos sus biógrafos desta-
can que hay dos Andersen, el danés en Dinamarca, vulnerable y obsesionado porque supone que no le aprecian como merece, y el hombre que se exhibe en el extranjero, el niño prodigio de Weimar y Londres, el danés errante que parte a Bizancio. En Dinamarca, Andersen era ingenuo, y en el extranjero, infantil, dedicado a vivir sus fantasías, del mismo modo que una celebridad internacional como lord Byron antes que él o Hemingway más tarde. Byron y Hemingway, es sabido, eran tan andróginos como Andersen, aunque mucho más activos sexualmente que el reacio danés, que acudía a burdeles y pagaba sólo para ver a las prostitutas, sin tocarlas jamás. El auténtico homólogo de Andersen fue su contemporáneo Walt Whitman, cuya trayectoria sexual, salvo por uno o dos encuentros homoeróticos, se limitó siempre a sí mismo.
Andersen no dejó nunca de coquetear, tanto en el extranjero como en su país, con ambos sexos, y, como Kierkegaard, fue un teórico de la seducción, pero, en la práctica, un monumento al narcisismo. Los dos grandes escritores de la edad de oro de Dinamarca eran monomaniacos obsesionados consigo mismos, capitanes Acab en pos de su ballena blanca, pero, a diferencia del protagonista americano de Moby Dick, ellos eran demasiado astutos para intentar lanzar arpones contra lo que sabían muy bien que era su propia visión solipsista. Es preciso elogiar a los dos daneses: el sutil intelecto de Kierkegaard está a la altura de los análisis de Schopenhauer, Nietzsche y Freud, mientras que una antigua sabiduría nacida de la tradición encuentra su morada en Andersen, capaz de decir e imaginar cualquier cosa y, al mismo tiempo, eludir o eliminar las consecuencias pragmáticas de sus narraciones.
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