Los ochenta, según Nacho Cano

La frase publicitaria que acompaña al musical basado en las canciones de Mecano - el grupo que más discos ha vendido en la historia del pop español- es cierta: "Podrás cantar todas las canciones". Con ese punto de partida, la obra tendría todos los visos de convertirse en un fenómeno, aunque conocerse el repertorio al completo de antemano no tiene por qué garantizar el éxito. A ese tesoro de canciones incrustadas en la mente de más de una generación tendría que acompañarle una puesta en escena inteligente y comedida.

Nacho Cano ha creado una historia ficticia -podría decirse que basada en hechos reales- para justificar un entorno en las canciones del trío que formó con su hermano José María y la cantante Ana Torroja. La historia, por obvia y tópica, es muy simple, y conocida. Dos jóvenes soñadores, Colete y Mario, amigos desde la infancia en un pueblo pequeño, deciden viajar al Madrid de los ochenta para abrirse camino en el mundo de la música. Forman un grupo con Guillermo (Andreu Castro), un guitarrista homosexual, y Panchi (Diego París), un baterista heavy - el personaje mejor elaborado y creíble- y llegan a ser número uno. Las drogas, el amor, los celos, el ansia de triunfar a toda costa... entran en escena y se tambalean amistades y surge el desencanto. No hay redención ni moraleja, tan sólo el mensaje de que el que anda por mal camino, acaba pagándolo. Y lo pagan los dos amigos: Colete (Javier Godino), como yonqui (muy convincente, por cierto) desesperado y con sida, y Mario (Mikel Fernández), sufriendo el abandono de su novia, una flamenca, calco de Penélope Cruz, que conforme transcurre la obra se va transformado en Paz Vega. Los otros personajes son los previsibles: un rockero acabado; una antigua novia de Colete que viene a la ciudad y se asusta de la vida que lleva su novio; una camella; una fan sexy y una arpía ejecutiva discográfica.

En ese contexto, con un montaje espectacular y un sonido apabullante, las canciones de Mecano entran muchas veces de manera muy forzada. A su favor, en cambio, la nueva lectura que han dado a algunas de ellas respecto a lo que en su momento significaron. La descripción que hacen de los años ochenta, con alusión a la intentona golpista del 23-F, resulta a menudo equívoca, a pesar de jugar con referencias visuales. En el circuito de la movida madrileña, por poner ejemplos, no estaba tan mal visto ser homosexual, como se desprende en la obra; y tampoco se iba a bailar a La Vía Láctea.

El peligro del musical Hoy no me puedo levantar -valiente en muchos aspectos y original en sus coreografías - radica en ese estiramiento innecesario. La historia se cuenta bien, con actores y bailarines jóvenes muy en su papel, pero se pierde en la segunda parte, en un recorrido repetitivo y dramático. Acaso reduciendo el tiempo, todo resultara más convincente.