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Política de la tragedia

Joan Subirats

Atravesamos un largo periodo de catástrofes, dilemas morales e irrupciones de religiosidad mediática que obligan a replantearnos viejas certezas. Decía Adorno que el iluminismo "ha perseguido siempre el objetivo de quitar el miedo a los hombres para convertirlos en amos. Pero la tierra iluminada resplandece bajo el signo de una triunfal desventura". Los 100 días del desastre del tsunami, los estertores de Ferry Schiavo o la agonía televisada del Papa y la orgía interminable de su deceso y sucesión, lanzan retos poderosos a nuestra bien asentada racionalidad occidental y laica. La naturaleza, la muerte, eran para Freud, en su El malestar de la cultura, un encuentro continuo con aquellos aspectos que no tienen resolución en la vida social. Esa condición trágica de los humanos se ha pretendido atemperar con el aumento de las seguridades materiales, de los gadgets de vigilancia, o con el blindaje de aseguradoras y cautelas legales. Pretendemos que todo esté bajo control, pero descubrimos a cada paso nuestra constante y persistente vulnerabilidad, y la fragilidad de las certezas construidas. Insistimos en reforzar nuestra individualidad con medidas tendentes a mejorar nuestra sensación de bienestar, con una sofocante preocupación por esconder nuestra impotencia. Y es por ese lado por el que nos aparece con redoblada fuerza la religión de siempre, o las nuevas versiones de equilibrio emocional y físico, para contrarrestar esas sensaciones crecientes de precariedad.

El fervor de estos días alrededor de una persona que ha desempeñado el papel de representar, en su efigie y despliegue informativo, un mundo de valores y certezas inusuales en nuestros tiempos, se entiende mejor si se compara con la evidente endeblez de muchos otros personajes de revistas del corazón, programas de televisión de gran audiencia o concursos que acaparan ratings televisivos, a los que consagramos precisamente por el hecho de representar eficientemente nuestro lado banal y negativo, aquello que nos hace sonrojar. La frivolidad y la superficialidad de esos montajes nos reconfortan y logran mantenernos más o menos estables en la inanidad emocional y de sentido vital. Nos saturan, y así nos vacunan de nuestras sombras y del sentido trágico de lo que no comprendemos o controlamos. Frente a esas imágenes esperpénticas de los medios más masivos, nuestra vida se torna mucho más apacible, segura y estable de lo que realmente es. Frente a esos melodramas televisados, la cotidianidad, la rutina de la precariedad e inseguridad laboral, social y familiar, resulta incluso reconfortante por conocida.

Se nos dice que la falta de religiosidad nos empobrece y envilece. Se acusa a los modos de vida dominantes de excesivamente materiales, cuando, de hecho, es la dura materialidad de la supervivencia diaria la que deja pocos resquicios para espiritualidades místicas que no sean alienadoras y tergiversadoras de la realidad social. Necesitamos nueva espiritualidad si por ello entendemos un necesario paso por la individualidad y sus complejidades en el retorno a una política que vaya más allá de los criterios a los que nos hemos y nos han acostumbrado en todos estos años. No podemos seguir aceptando el binomio público-privado si con ello se pretende encerrar sentimientos y pasiones, miedos e incertidumbres en los rincones de la intimidad o de la religión en sus distintas versiones. No podemos tampoco contentarnos con divisorias de derecha e izquierda, si con ello se pretende dividir los campos de los que se preocupan por los individuos y los que se preocupan por los colectivos. Las clásicas preguntas de quién soy, qué quiero, a dónde voy, tienen sentido en sí mismas y nos conducen a lo que Beck llama la "política de la vida y de la muerte". Estos días, ello es nuevamente evidente; lo individual y lo global no pueden escindirse. No nos podemos escapar de la tragedia, de los dilemas de la vida y de la muerte, y no podemos seguir aludiendo a las limitaciones de la naturaleza para justificar la desigual suerte de ricos y pobres, de educados y sin educar, en el azaroso mundo en el que habitamos. Cada día que pasa comprobamos lo difícil que sería de escindir nuestro microcosmos de vida íntima y personal, de la terrible indisolubilidad de los problemas globales.

Es en esas constantes encrucijadas en las que vida y política se van cruzando sistemáticamente, donde nos esperan los dilemas morales y los prejuicios religiosos para enfrentar a personas y colectivos con estilos y opciones muy diferenciados. Y es ahí donde necesitamos lo que Barman define como "una segunda reforma". Si la primera reforma permitió que las personas encontraran su propio camino a la salvación, desregulando el arrepentimiento y la redención, en esta segunda, lo que está en juego es liberarnos de los esquemas que por encima de los individuos sancionan en positivo o negativo las opciones vitales de cada uno. Cada uno tiene derecho a escoger su dicha, su personal modo de entender la vida y su sentido. Esa libertad de elegir sin muletas morales externas es gratificante, pero seguramente también angustiosa y dolorosa, y puede ser que para muchos el precio que pagar sea excesivo y se prefiera la calidez de los ritos, de las normas, de las opciones tomadas por quienes se nos presentan como poseedores de certezas y de finalidades trascendentales. Este horizonte incierto puede resolverse delegando, dejando que otros decidan por ti, o puede encontrar acomodo en el compartir esas incertidumbres y dilemas en la posibilidad de convivencia humana diaria, con sus conflictos políticos, con sus tragedias compartidas. En definitiva, con la búsqueda individual y social, es decir política, de sentido.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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