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Columna
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Amargo cáliz

Las calles de Bagdad y de Basora se regaron de nuevo con sangre fresca, y no fue a causa de atentado suicida, ni fuego amigo, ni ataque terrorista; se trataba esta vez de sangre voluntariamente derramada por fieles varones musulmanes que conmemoraban devotamente el enésimo aniversario de la muerte de uno de sus profetas más queridos, acuchillándose las espaldas propias y salpicando a la fervorosa concurrencia.

Unos días antes, en la católica y civilizada Europa, con motivo de la Semana Santa, muchas calles y plazas de España y de Italia se teñían también de rojo con las procesiones de flagelantes y penitentes entregados en cuerpo y alma al masoquismo redentor y al exhibicionismo flagrante. Los medios cristianísimos miden con doble rasero las sangrías según se produzcan en nombre de la Cruz o de la Media Luna, las fiestas musulmanas son ceremonias salvajes fruto de la ignorancia y el fanatismo; las cristianas, ancestrales ritos de interés histórico y turístico, noble expresión de la religiosidad popular.

La apología del dolor y del sufrimiento, de la resignación y la expiación es contraria a la naturaleza, ofende a la razón y engendra monstruosas desviaciones de conducta. Estamos tan cerca, tan inmersos en esa cultura cristiana del padecimiento y la culpa que no podemos ver los excesos, a veces grotescos, "puro gore" de nuestros penitentes, tal vez rústicos pecadores que en verano festejan maltratando animales con cuernos en nombre de la tradición y en cada primavera se maltratan a sí mismos con un fervor casi idéntico.

No nos sorprende tampoco esa iconografía crispada y sanguinolenta de los Cristos lacerados y sangrantes, esa anatomía monstruosa de mártires felices sobre las brasas, en las cruces, o a punto de entregar su cabeza al verdugo. Glorificación del dolor y del sufrimiento, dos cosas que los médicos procuran evitar a sus pacientes en cumplimiento de sus juramentos y compromisos, con la razón y la ciencia, contra la superstición y la milagrería.

Negarles los cuidados paliativos a enfermos terminales, incrementando sus padecimientos al límite en una larga e inexorable agonía, a causa de las creencias de sus familiares más próximos, es una actitud tan abominable como la de los padres sectarios que se oponen a las transfusiones de sangre para que sus hijos accedan puros al paraíso.

Las denuncias anónimas y cobardes contra los médicos del hospital Severo Ochoa de Leganés recibieron una calurosa acogida en el Gobierno de la Comunidad, las presuntas "sedaciones irregulares a enfermos terminales" fueron la piedra del escándalo farisaico cuando el consejero de Sanidad de Madrid, Manuel Lamela, decidió rasgarse las vestiduras y destituyó a los responsables de haber privado de su dosis de agonía redentora a un cristiano que de haber expiado un poco más tal vez hubiera accedido a un rango superior en el paraíso de los bienaventurados.

El mesías de los Evangelios no aceptó su tormento ni su muerte con alegría y resignación, sino con un pánico absolutamente humano, trató de apartar de sí el cáliz amargo y en la cruz achacó a su Padre de haberle abandonado. La iconografía y la imaginería del catolicismo ibérico celebran más la pasión y la muerte que la resurrección de Cristo y prefieren las vírgenes dolorosas a las gozosas.

El consejero Manuel Lamela, portavoz del sanedrín del Gobierno comunitario, condenó a la lapidación simbólica a los galenos del hospital Severo Ochoa y las piedras no tardaron en lloverle sobre su propio tejado: diez mil vecinos de Leganés salieron a la calle para pedir su dimisión mientras los medios reproducían toda clase de comunicados de apoyo y solidaridad a los difamados y destituidos, con feroces y documentadas críticas al malaconsejado consejero.

La influencia de este sanedrín ultracatólico en la Comunidad de Madrid es cada vez más palpable; entre las prioridades de este sector sectario, la de salvar almas figura por encima de la de salvar cuerpos de pecadores sufrientes. Una postura coherente, sin duda, con la que ha mostrado hasta sus últimos estertores el papa Juan Pablo II en su pública y penosa agonía. Descanse en paz.

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