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Columna
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El Pacto de Estabilidad reconsiderado

En el último Consejo Europeo del 22 y 23 de marzo, manteniendo el Pacto de Estabilidad en los mismos términos (déficit del 3% y deuda del 60% del PIB), Francia y Alemania han conseguido flexibilizarlo al imponer una lista de eximentes, tales como las inversiones en investigación y desarrollo, los costes de las reformas de las pensiones o el aporte neto a la UE. Alemania, por su parte, ha añadido los costes de la unificación, y Francia, los militares que origina su presencia en África. Ha prevalecido el criterio muy razonable de que la estabilidad de la moneda, cuyas ventajas a la larga nadie pone en duda, en ningún caso debe convertirse en un obstáculo al crecimiento, sino que, acorde con la coyuntura, hay que tratar de compaginar ambos.

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Habría que alegrarse de que nos hayamos librado de principios intocables, recuperando un pragmatismo sensato, máxime aquellos que no se han cansado de criticar que se apostase por la estabilidad, aun a costa del crecimiento, con el consiguiente impacto en el mercado de trabajo. A finales de los años setenta, en un momento en que ya la inflación convivía con el estancamiento, el canciller Helmut Schmidt afirmaba que 5% de inflación era preferible a 5% de desempleo. Bueno es bajar la estabilidad del pedestal al que en estos últimos años la habíamos subido, siempre que no se vuelva a caer en el error garrafal de que basta con aumentar el gasto público para combatir el desempleo.

Una decisión, en principio razonable, adolece del defecto grave de que parece que se ha tomado no tanto por su oportunidad como por afectar a los dos países más importantes de la Unión. Y en política lo que parece, es; si los grandes se saltan las reglas, no podrán ya aplicarse a los pequeños. En lo sucesivo, el que sobrepase los márgenes propuestos -Grecia lo hace ampliamente, habiendo empezado por dar datos falsos- encontrará sin dificultad las excusas adecuadas, con lo que el Pacto queda en papel mojado. Lo cierto es que no es fácil escapar al dilema de, o bien mantener inflexibles las reglas, con el riesgo de que empeore tanto la situación que al final haya que tirarlas precipitadamente por la borda, o bien conservar los principios, pero con una elasticidad tal que implique de hecho su desaparición. Al depender la estabilidad de muchos y muy diferentes factores, no cabe encajarla en principios rígidos. El déficit presupuestario y la deuda pública del euro son insignificantes en relación con los del dólar, la moneda con la que nos medimos. Un euro alto dificulta nuestras exportaciones, a la vez que favorece el que poco a poco se vaya convirtiendo en divisa de reserva. En un mundo globalizado que no cuenta con un sistema monetario, no ya eficiente, sino que de alguna manera funcione, estabilidad y crecimiento empiezan a ser objetivos inalcanzables, incluso desde el euro y una Europa económicamente integrada.

La paradoja más llamativa se hace patente en el hecho de que Francia y Alemania, con intereses contrarios al acordar el euro, se encuentren hoy ante las mismas dificultades. El marco constituía de hecho la verdadera divisa europea, de modo que Alemania era el país menos interesado en ceder la política monetaria. Francia temía que una Alemania unida arrastrase consigo una desvalorización continua del franco que obligase a vincularlo al marco, con lo que la política monetaria de Francia la llevaría a cabo el banco central alemán, como ya ocurría con la de Holanda y Austria. Como contrapartida a la unificación de Alemania, Francia exigió crear lo antes posible la moneda europea, con lo que al menos podría conservar una parte alícuota de la política monetaria. Para renunciar al marco, Alemania reclamó que la nueva divisa, centrada también en la estabilidad, se le pareciese lo más posible. Como condición para aceptar el euro, propuso un Pacto de Estabilidad rígido. Hasta ahora, un tema tabú en Alemania son las consecuencias que para su economía ha tenido el cambio del marco al euro, disimuladas en parte por las que provienen de una unificación mal planteada y peor hecha.

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