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Columna
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Oración

La muerte de Juan Pablo II viene a coincidir con una crisis en la diócesis de Segorbe-Castellón, que reúne la esencia de lo que ha sido el pontificado del Papa Wojtyla: escaso aliento evangélico, grandes dosis de moralina retrógrada y mucha connivencia con los poderosos de la tierra. Como tantos asuntos locales en una sociedad globalizada, la anécdota de una sola diócesis puede elevarse a categoría de lo que ha sido una pastoral universal. El obispo José Antonio Reig Pla reduce los sueldos de los sacerdotes de Castellón y les conmina a que lo completen quedándose directamente con los dineros del cepillo de los pobres. El obispo Reig no es un tratante de ganados, se supone que es un pastor de almas, pero lleva años especulando en bolsa con los fondos con que el Estado democrático subvenciona al clero católico. Ha perdido y tiene ahora un agujero de cinco millones de euros, que intenta enjugar a costa de los menesterosos y pobres de solemnidad. No es nada raro en la Iglesia: bastante próximas son las aportaciones al fraude de Gescartera del ecónomo de la diócesis de Valladolid y no tan lejanas la implicación de las finanzas del Vaticano en el escándalo del Banco Ambrosiano, con conexiones mafiosas, a principios de los años ochenta. A los banqueros Roberto Calvi y Michele Sindona el negocio les costó la vida y, a la Iglesia 240, millones de dólares.

La abierta homofobia de la que ha hecho gala durante estos últimos años Reig Pla tampoco es un caso aislado, sino que se corresponde con la abierta hostilidad de Juan Pablo II hacia el reconocimiento de los derechos de los homosexuales. Una moral ultramontana que ha tenido su lado más siniestro en la falta absoluta de piedad con el que la Iglesia oficial ha tratado la expansión del sida, se ha opuesto a la utilización del condón, se ha negado a reconsiderar su posición respecto al aborto y ha anatemizado la investigación terapéutica con células madre.

Por su formación de actor y por su ambición pastoral urbi et orbi, Juan Pablo II ha sido un Papa muy mediático. Lo cual tiene también sus inconvenientes, como la reducción de su pontificado a unos cuantos clichés. Por ejemplo, su indulgencia con los asesinos Pinochet y Videla; y por contraste, su soberbia con Ernesto Cardenal, al que amonestó en público, despreciando la actitud humilde con la que el poeta, sacerdote y revolucionario se le acercó.

Para su sucesión Wojtyla ha pretendido dejarlo todo atado y bien atado. A tal fin, en los últimos años se ha preocupado de nombrar al 90% de los miembros del Colegio de Cardenales que elegirá su sucesor. Todo hace prever, por tanto, que la Iglesia volverá a tener un papa tan reaccionario como este, que fue capaz de condenar al ostracismo a la Teología de la Liberación y de dar los máximos poderes al inquisidor Ratzinger. Sólo cabe el milagro, que el Espíritu Santo les ilumine: ese espíritu que ungió a Jesús de Natzaret para anunciar el Evangelio a los pobres, proclamar la liberación de los cautivos y anunciar la liberación de los oprimidos (Lucas 4,18). Un milagro, que vendría a coincidir con Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, cuando estando reunidos todos los Apóstoles (Hechos, 2) se produjo la llegada del Espíritu Santo, les dio el don de lenguas y se formaron las primeras comunidades, en las que todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común, vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían según las necesidades de cada uno. Amén.

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