La 'directiva Bolkestein' y la libre prestación de servicios en la UE
Los autores consideran lamentable utilizar el rechazo a la directiva de servicios como argumento contra la Constitución europea.
Se conoce como directiva Bolkes-tein la propuesta presentada por la Comisión a comienzos del año 2004 para establecer la libre prestación de servicios en el conjunto de la Unión Europea. Su nombre corresponde al iniciador de la misma, el político liberal holandés Frits Bolkestein, responsable de las cuestiones de mercado interior en la Comisión presidida por Prodi entre los años 1999 y 2004. Desde el punto de vista político, la propuesta de directiva ha adquirido tal importancia que, aun estando en fase de elaboración, se le hace responsable de la tendencia negativa actual de la opinión pública francesa ante el referéndum sobre la Constitución europea.
La directiva Bolkestein no tiene nada que ver, sin embargo, con el proyecto de nueva Constitución para la Unión Europea. Se basa en el tratado actualmente vigente, es decir, el Tratado de Niza, y pudo haberse desarrollado hace mucho tiempo sobre la base de los tratados que establecieron las Comunidades Europeas en la década de los años cincuenta. La libre prestación de servicios es una de las "cuatro libertades" previstas en éstos, junto a la libre circulación de mercancías, personas y capitales. De hecho, se ha avanzado ya en materia de libre prestación de servicios en determinados sectores como los transportes o la energía. Pero el retraso en esta materia, comparado con los otros tres, es considerable.
La integración europea no es tarea fácil. Cada avance ha requerido considerables esfuerzos por parte de los responsables de las diferentes instituciones, Parlamento, Consejo y Comisión, y cada etapa se ha cubierto tras superar resistencias de sectores económicos y sociales poderosos que veían en la integración un obstáculo al mantenimiento de su actividad o un peligro para su propia supervivencia. Podemos recordar grandes "batallas" del pasado como las relacionadas con la política agrícola común, la introducción de la moneda común o la eliminación de restricciones a la libre circulación de personas. En cada uno de esos sectores, Parlamento, Consejo y Comisión tuvieron que diseñar estrategias muy diversas para eliminar obstáculos, desde la adopción de normas comunitarias, como directivas o reglamentos, a la consecución de acuerdos entre algunos de los Estados miembros, como ocurrió con los acuerdos de Schengen sobre la abolición de controles en las fronteras interiores, el protocolo social europeo para facilitar la libre circulación de trabajadores o la creación de una moneda común, el euro.
No deben sorprender las resistencias con las que se ha topado la directiva Bolkestein. Ésta pretende acabar de golpe con todas las restricciones a la libre prestación de servicios en el interior de la Unión. Las principales objeciones vienen de los sindicatos, que alegan que a su amparo se puede generar un dumping social, ya que las empresas prestadoras de servicios tenderían a establecerse, naturalmente, en los países en los que las exigencias laborales y sociales fueran más bajas. También se han formulado objeciones por parte de las organizaciones de consumidores y de protección del ambiente, que alegan, igualmente, un eventual dumping ambiental o de consumo a consecuencia de esa liberalización.
La madre de todas las discordias se encuentra en el principio del país de origen, es decir, la norma en virtud de la cual una empresa sólo tendría que cumplir con los requisitos del país de su constitución y en el que lleva a cabo su actividad principal para prestar sus servicios en el conjunto de la Unión. Este principio está vigente ya en algunos sectores, como las actividades de radiodifusión o los servicios financieros, aunque sometido a limitaciones importantes, como el orden público o la supervisión prudencial de entidades por las autoridades del país de prestación. La propuesta de directiva limita considerablemente el ámbito del país de origen con una serie de excepciones. Entre ellas, la más importante es la obligación de conformarse a las exigencias laborales y sociales del país de prestación de servicios.
Estas excepciones no han contentado a los objetores a la propuesta de directiva. Personalidades tan destacadas como el presidente de la República Francesa, Jacques Chirac, y su primer ministro, Jean-Pierre Raffarin, han pedido, lisa y llanamente, la retirada de la propuesta. La Comisión presidida por Durão Barroso, con el apoyo del comisario responsable, el irlandés Charles McCreevy, así como el presidente en funciones del Consejo, el luxemburgués Juncker, insisten en mantenerla por ahora tal como está para su discusión por el Parlamento y el Consejo, aunque sin descartar la posibilidad de aceptar cambios sustanciales tras el trámite parlamentario.
España es un país que compensa su tradicional déficit comercial con excedentes en materia de prestación de servicios. Por tanto, en principio, nuestro país debería estar interesado en la liberalización de los servicios, aunque no deja de suscitar inquietud la posibilidad de deslocalización hacia los nuevos países miembros, que mantienen niveles más bajos en materia laboral y social, ambiental o de protección de los consumidores, o un nivel inferior de fiscalidad. En todo caso, la resistencia en nuestro país no ha alcanzado la importancia de la que se registra en Francia, en Suecia y en otros países con niveles más altos de exigencias.
Pretender alcanzar en corto tiempo un nivel de liberalización de servicios como el que se ha conseguido en materia de mercancías puede resultar utópico. Recordemos que la liberalización de mercancías requirió casi medio siglo y que para alcanzarla no bastó con la afirmación del Tribunal de Justicia del principio del "reconocimiento mutuo" en su sentencia Cassis de Dijon. En muchos ámbitos hubo que esperar al "mercado interior" acordado por el Acta Única de 1986 y las "300 medidas" previstas por la Comisión Delors para 1992. La apertura de la discusión sobre la liberalización de los servicios no sólo no es mala para la consecución de los objetivos integradores de la Unión, sino que es esencial para este fin. Es lamentable que los opositores a la Constitución europea hayan utilizado la directiva Bolkestein, que no tiene nada que ver con ella, para oponerse a la misma. Pero sería conveniente que en España, donde esas objeciones no impidieron el triunfo del sí en el referéndum del pasado 20 de febrero, se abra una discusión paralela a la que ha de tener lugar en el Parlamento, al objeto de que tanto los sectores interesados como la opinión pública en general puedan transmitir a la institución representativa sus puntos de vista sobre la, por otra parte, necesaria liberalización de los servicios en el interior de la Unión.
Manuel Medina Ortega es diputado socialista en el Parlamento Europeo, miembro de la Comisión de Mercado Interior y Protección de los Consumidores, y Enrique Barón Crespo es presidente de la Delegación Socialista Española en el Parlamento Europeo.
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