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LECTURA

Una editora atípica

Siempre, desde muy pequeña, me habían gustado apasionadamente los libros. Quizá sería más exacto decir que siempre, hasta donde alcanza mi memoria, me había apasionado que me contaran historias: los fantásticos cuentos que relataban mi madre y sus hermanas, unas narradoras de excepción, las truculentas historias que nunca terminaba de entender del todo que se chismorreaban en la cocina y en el cuarto de la plancha, los inefables seriales de la radio de los años cuarenta, la fascinación del cine, pero sobre todo los libros. Leía, desde que aprendí a leer, a todas horas y en todas partes, con una pasión que no he recuperado con igual intensidad en ninguna otra etapa de mi vida. Decían que era como la niña de una película, creo que de Capra, que ni para contestar al teléfono soltaba el libro que tenía entre las manos.

Un día de 1959 llegó mi padre a casa y nos comunicó que, para hacerle un favor al hermano que poseía en aquellos momentos Lumen, y que necesitaba capital para ampliar otro pequeño negocio, se la acababa de comprar
Los libros se enviaban obligatoriamente a la "censura previa", a Madrid. Te los devolvían aprobados, rechazados o, lo que en el caso de las novelas era muy frecuente, mutilados
El hecho de que yo también escriba hace que tenga conciencia del esfuerzo que supone, del trabajo que da generalmente escribir un mal libro (a veces tanto como escribir uno bueno)

Pero cuando tuve que elegir, dentro de la carrera de Filosofía y Letras, una especialidad, no me matriculé, como todos esperaban, en una sección de lengua y literatura, sino de historia. Quería que la literatura siguiera siendo puro placer, un placer incontaminado, y no un motivo de estudio ni algo relacionado con el trabajo. (...)

Y entonces, el año 59, cuando acababa yo de licenciarme; mi hermano empezaba segundo de Arquitectura, junto con Lluís Clotet, su socio luego durante muchos años, que desempeñó un papel importante en los primeros tiempos de Lumen; mi padre compaginaba el ejercicio de la medicina con una agencia de seguros, y mi madre -eso lo sabe cualquiera que haya leído unas pocas páginas de mis novelas- era la mujer más capacitada y más desperdiciada que imaginarse pueda; entonces, pues, nos cayó de las nubes -o irrumpió en nuestra vida desde los infiernos, cualquiera sabe- una empresa de la que apenas habíamos oído hablar (recordábamos vagamente Óscar y yo que, de niños, papá nos traía unos cuadernos para colorear que editaba uno de nuestros tíos) y que jamás se nos ocurrió iba a jugar un papel en nuestro reducido núcleo familiar: editorial Lumen.

Sabíamos que el hermano mayor de la encopetada y ultraconservadora familia de mi padre, el reverendo Juan Tusquets, más tarde monseñor Tusquets, que había estado en contacto el año 36 con los militares amotinados y mantenía relaciones con Franco, había conseguido, al comenzar la guerra, huir a Burgos, y había iniciado allí una editorial de libros religiosos. Nunca llegué a preguntarle, quizá porque no me había planteado siquiera la cuestión, qué peregrina ocurrencia le había inducido a fundar, en plena contienda, cuando se luchaba en todos los frentes y la gente moría a mansalva y había sin duda cometidos mucho más apremiantes, una empresa de ese tipo. Tal vez temiera que, tras las nefastas enseñanzas ateas y librepensadoras (el término "librepensador", como la supuesta conjura "judeo-masónico-marxista", de la que hablaba mi tío en más de un libro, les estremecían de espanto) de los republicanos, se requerían urgentemente unos textos piadosos que devolvieran a la España eterna la fe de sus mayores y pusieran feliz término a tanto pecaminoso dislate.

La editorial se había trasladado después, terminada la guerra, a Barcelona. La dirigía el marido de una de mis tías -Guillermo Jurnet, que siguió trabajando con nosotros hasta una tardía jubila-ción-; la supervisaba tío Juan, el cura, y había invertido el dinero otro de mis tíos. La supercatólica familia de papá había constado de once hermanos, dos de los cuales, los menores, casi unos niños, se habían lanzado armados a la calle el 18 de julio, sin que se volviera a saber de ellos nunca más.

Lo cierto es que un día del año 59 llegó mi padre a casa a la hora del almuerzo y nos comunicó que, para hacerle un favor al hermano que poseía en aquellos momentos Lumen y que necesitaba capital para ampliar otro pequeño negocio, creo que de perfumes, se la acababa de comprar. Eran cuatro perras, y la empresa funcionaba por sí sola, a base de los textos de religión para todos los cursos de bachillerato, que tenían una salida anual fija y segura, y de un best seller curiosísimo, del que se vendían cientos de miles de ejemplares y que los distribuidores de distintas partes del mundo nos seguían pidiendo ansiosos muchos años después -y del que lamento no tener un ejemplar a mano-, A Dios por la ciencia, donde un jesuita, el padre Simón, demostraba, capítulo a capítulo, a base de hechos científicos irrefutables -por ejemplo, la sabia organización de las abejas, la hábil construcción de los hormigueros, la función de la clorofila o la absoluta imposibilidad de que el ser humano alcanzara algún día la Luna-, la existencia de Dios, pues ¿quién, si no Dios, podía haber creado semejantes prodigios?

Una editorial franquista y piadosa

Lumen seguiría viviendo -explicó mi padre- de estos títulos, sin otro empleado que tío Guillermo, pero nos proponía, sobre todo a mí, que sacáramos todos los años dos o tres libros distintos, de los que de veras nos gustaban a nosotros, de esos que yo lamentaba a veces con extrañeza que, siendo tan interesantes, no los publicara nadie en español. Parecía una propuesta sensata. Todo parecía sensato. Una editorial franquista y piadosa, que unos parientes habían tenido la peregrina ocurrencia de crear en Burgos durante la Guerra Civil, había caído de modo inesperado en nuestras manos, lo cual resultaba un poco contradictorio -porque los cuatro, incluida mi madre, éramos, no ya librepensadores o masónicos, sino resueltamente ateos, y una editorial fundada el año 36 para defender los valores de la España cristiana, reaccionaria y tradicional iba a convertirse en la década de los sesenta y de los setenta en una de las editoriales formalmente comprometidas en la lucha contra el franquismo-, pero no parecía en absoluto alarmante.

Lo imprevisible para todos, y sobre todo para mí, que presencié el fenómeno atónita y asustada, era que antes de que transcurriera medio año una familia tan aparentemente equilibrada como la nuestra se vería aquejada de una locura colectiva sumamente extraña y de difícil diagnóstico y curación. (...)

Tres pesadillas

La censura afectaba también, supongo que en parecido grado, a los grandes editores, y, por otra parte, al editar básicamente en Lumen narrativa y libros ilustrados, los problemas eran menores que para aquellos que editaban ensayo político, e incluso para aquellos que editaban en catalán -no hay que olvidar que en la época franquista el mero hecho de que un texto estuviera en catalán redoblaba su carácter subversivo-, pero algo quiero decir acerca de la censura de los años sesenta, antes de la llegada de Fraga al Ministerio de Información y Turismo, y de su nueva ley de prensa.

Los libros se enviaban entonces obligatoriamente a la llamada "censura previa", a Madrid. Te los devolvían aprobados, rechazados, o, lo que en el caso de las novelas era muy frecuente, más o menos mutilados. (...) Y empezaban dos tareas siniestras.

Primera: atenuar miserablemente los textos. Llegaba a hacerse de modo automático. Casi todas las palabras relacionadas con el sexo estaban prohibidas (polla, coño, joder, orgasmo, clítoris, eran sistemáticamente eliminadas, pero me llamaba la atención que no colara tampoco ni en una sola ocasión algo tan inocente como "pezones"). De modo que, si el protagonista tenía una erección, quedaba en que "la deseaba apasionadamente"; si la penetraba, en "la estrechaba con fuerza entre sus brazos"; si le lamía el sexo o le chupaba los nefandos pezones, podías arriesgarte a "le acariciaba la espalda" o, como mucho, "los senos". Todo descafeinado y en clave de novela rosa. Y muchos párrafos eliminados por entero. Con la nueva etapa de Fraga y la supresión de la censura previa obligatoria, el editor gozaría de mayor libertad, pero asumiendo el riesgo de que el libro ya hecho fuera secuestrado y guillotinado (ocurrió en Lumen con Los escritos del Che), lo cual podía llevar a la más odiosa de las censuras, o al menos la más antipática, la autocensura. El franquismo nos arrastró a todos -escritores, periodistas, editores- a la sórdida perversión de autocensurarnos. Yo, como escritora, tuve personalmente la suerte de empezar a escribir en el año 75, coincidiendo con la muerte de Franco, y, al menos en este aspecto, no he tenido que autocensurarme jamás. Abundan en mi obra los pezones, tan tiernos, tan inocentes, y, si no se incluyen ni una sola vez términos groseros, es porque no dejo de ser una señorita finolis con ribetes de cursilería.

La segunda tarea siniestra consistía en ir a Madrid a negociar, a suplicar, ante el jefecillo del ministerio. Era, si la memoria no me engaña, un tipo canijo, moreno, con bigotito. Muy a lo Berlanga. Tan en su papel que parecía una caricatura de españolito menguado y rijoso. Y allí nos tocaba a las pocas mujeres editoras jugar a la niñita buena, lo más mona y lo más modosita posible. Creo que era la única ocasión en que mi entonces hermosísima cuñada y gran editora (sigue siendo una mujer muy hermosa y una gran editora, pero hace siglos que dejó de ser mi cuñada, aunque la empresa, Tusquets editores, sigue llevando el nombre de mi hermano, lo que ha dado y da lugar a frecuentes confusiones) se ponía el anillo con un gran brillante que le había regalado mi madre. Atractivísima y ligeramente provocativa, pero respetable.

A veces tenías éxito y otras no. El caso más pintoresco, en que sí tuve éxito pero que me forzó a viajar, desesperada, a Madrid, fue un libro infantil. El libro más inocente del mundo, El Tío Poppoff. Tan inocente era, o me parecía a mí, que lo hice imprimir y encuadernar sin tomar la precaución de que llegara el permiso de publicación. De modo que la edición estaba terminada y la inversión hecha, cuando llegó la prohibición. El libro no podía venderse tal cual estaba. Porque en uno de los cuentos, durante el curso de una prolongada sequía, el Tío Poppoff va a visitar a la Señora Lluvia para suplicarle que ella, que es todopoderosa, provoque las lluvias. "Y todopoderoso, usted debiera saberlo, señorita, si recuerda las clases de historia sagrada, lo es únicamente Dios".

La segunda pesadilla del pequeño editor (al editor importante, rodeado de una caterva de colaboradores, no le llegan estos problemas) eran y son las traducciones. Dos observaciones previas. Una obvia: existen buenísimos traductores (yo conozco pocos) para los que no vale cuanto voy a decir. Otra sorprendente: las traducciones se pagan, es cierto, mal, pero, contra todo pronóstico, no hay relación alguna entre precio y calidad. El buen traductor ocasionalmente mal pagado sigue haciendo (supongo que no puede evitarlo) un buen trabajo, y el mal traductor sigue produciendo bodrios aunque se los pagues a precio de oro. Lo cierto es que el pequeño editor, sobre todo en sus inicios, se encuentra la mesa atestada de traducciones impublicables. El pequeño editor suele ser demasiado pobre para encargar otras nuevas (y demasiado tímido para negarse a abonar las que le han entregado), y tiene que recurrir a una revisión. Es el trabajo peor retribuido y más ingrato que conozco (peor incluso que inventar ficticios argumentos de venta). Es durísimo, permanece anónimo y queda siempre, siempre, mal. Ante la imposibilidad de endosárselo a un incauto (si das con uno, no reincide jamás), el pequeño editor se lleva el original a su casa. Y empieza una pesadilla, que sigo recordando años después como una enfermedad. (...)

Idiomas

Traductores supuestamente avezados, traductores de renombre, no conocen el idioma del que traducen, o no conocen el idioma al que traducen; ignoran palabras, que no se molestan en buscar en el más vulgar de los diccionarios, donde las encontrarían (porque yo las encuentro); ponen en negativo frases positivas o a la inversa, se saltan párrafos enteros. Y cuanto peor es el traductor más se obstina en corregir al autor, en mejorar el texto original: explica lo que en éste no se explica, cambia una puntuación insólita, una adjetivación audaz, por otras adocenadas. Elude traducciones que podrían ser perfectamente literales por otras plagadas de casticismos (alguien le debe de haber dicho que la traducción tiene que sonar como si el libro hubiera sido escrito directamente en castellano, sin advertirle que Flaubert o Joyce no son Baroja, ni Rimbaud tiene mucho que ver con Machado). Y, sobre todo, las malas traducciones están plagadas de lo que llamo "frases imposibles", frases que a nadie jamás, ni en un arrebato de locura, se le ocurriría decir. (...)

La tercera pesadilla del pequeño editor son los autores que, contra tus deseos, se obstinan en publicar contigo (o tal vez con cualquier otro, pero eso ni te consta ni te facilita la situación). El gran editor dispone de una legión de lectores y de un más o menos anónimo comité de lectura que le mantiene a resguardo. Pero en el caso del pequeño editor la editorial eres tú, el original se pretende que lo leas tú y no hay comité de lectura en que ampararse, porque el comité se reduce a ti y a una o dos personas por todos conocidas. Lo más sencillo es, y lo he intentado alguna vez, reconocer: "Puedo equivocarme muchísimo (aquí puedes citar, si no te da excesivo rubor, el caso de André Gide y la Recherche, pero, si saben de qué va la historia, replicarán que Gide rechazó la obra de Proust sin haberla leído), pero a mí tu libro no me gusta, o no me interesa lo suficiente para incluirlo en mi catálogo". Mas con el autor insistente, al que le va la vida en publicar lo que ha pergeñado, no da resultado: quiere saber por qué no te gusta, qué es lo que no te gusta, cómo y qué debería escribir para que te gustara. El autor insistente reduce o amplía el texto; simplifica o complica el estilo; cambia el tema. Decidido a acertar por fin con el libro que tú buscas. Y ¿cómo decirle que tú no buscas ningún libro que él sea capaz de escribir?

El hecho de que yo también escriba hace que tenga conciencia del esfuerzo que supone, del trabajo que da generalmente escribir un mal libro -a veces tanto como escribir uno bueno-, y esto me ha hecho especialmente sensible y vulnerable a las quejas de los autores en busca de editor. Y, si el autor es mujer, se establece una doble complicidad y aumenta la sensación de culpa. Y cuanto más permites que se alargue la situación, peor lo tienes. Ahora, un poco tarde ya, sé que lo mejor es una negativa rotunda y sin paliativos desde el momento inicial.

Dios mío, ¡de lo que es capaz un autor desesperado en busca de editor y obstinado en que tú le edites! Un poeta gay me explicó que estaban alcanzando con su compañero las cotas más altas del éxtasis amoroso, que estaban coronando la cima que ningún humano -homo o hetero- había pisado jamás. Su amante había dado el penúltimo paso, con el libro de amor que tenía yo entre las manos, y ahora le correspondía a él culminar el último logrando que yo lo editara. ¿Cómo iba a frustrar una mujer de mi sensibilidad e inteligencia la mayor historia de amor de todos los tiempos? Para colmo habían conseguido, no sé si con parecidos argumentos, la promesa de un prólogo de Ana María Moix. Debieron de decirle que yo estaba muy interesada en los poemas y que me encantaría que los prologara. El poemario no era, creo recordar, peor que otros, pero tampoco mucho mejor, y me resistí ferozmente a publicarlo... Pero, cuando salí de casa con mis dos hijos, después de la comida de Navidad, y me encontré al amante del poeta gay aguardándome en el rellano de la escalera, cedí (por increíble que parezca, cedí: había que ceder o echarlo rodando escaleras abajo), y ahí estuvo el libro unos años en el catálogo de Lumen.

Hubo otro caso en que edité un libro que no era en absoluto malo, pero que yo no quería en aquellos momentos editar. Se trataba de unos cuentos y el autor procedía del otro extremo de España. Cada vez que venía a Barcelona, y venía a menudo, pasaba a visitarme con una de sus hijas, siempre distinta. Y, delante de la chica o de la niña, que no sabía qué cara poner ni hacia dónde mirar (y yo tampoco), acumulaba argumentos del tipo más diverso para convencerme. No sé si se sentía más incómoda la hija o yo, pero, cuando me enteré de que eran ocho, ocho hermanas a las que iba a tener que recibir una tras otra (sólo llevaba tres), hubiera firmado sin rechistar cualquier contrato, incluso el de sus obras completas.

Pintorescas excepciones

Pero son pintorescas excepciones, que narro por lo pintorescas: lo cierto es que en cuarenta años de editora independiente, y pese a los múltiples escritores amigos hacia los que hubiera debido sentirme obligada y a las presiones de todo tipo a las que he sido, como cualquier otro editor, sometida, pueden contarse con los dedos -eso sí, de ambas manos- los títulos, en un catálogo que roza los mil, que se han editado por compromiso. Lo considero un récord.

Se me ocurren otras múltiples pesadillas. Una podría ser la venta en América Latina. La distancia es grande, la comunicación era -mucho más que ahora- lenta y difícil, las relaciones comerciales estaban expuestas a múltiples e impredecibles avatares, y los pequeños y medianos editores no nos podíamos permitir en aquellos países una distribuidora propia que ofreciera garantías, y ni siquiera viajar con suficiente frecuencia. Y, sin embargo, no se podía renunciar a un mercado tan importante.

Distribuciones de Enlace (empresa de la que hablaré más adelante) vivió varios incidentes que, a pesar de acarrearnos graves consecuencias, no dejan de tener una vertiente cómica. Citaré tres casos en que habíamos montado entre todos los editores del grupo una pequeña distribuidora en un país americano. Primer caso: el jefe de nuestra distribuidora -un individuo que merece a uno de los editores del grupo, supongo que Carlos Barral, plena confianza- nos hace enviar miles y miles de ejemplares, imprimimos ediciones enteras para él, salen comentarios en la prensa, los libros se ven en las librerías, se venden bien, pasa un año antes de que empiece a alarmarnos no haber cobrado ni uno, pasan dos hasta que comprendemos que nunca vamos a cobrar, tres hasta que dejamos de servir sus pedidos... A los cuatro, recibimos una demanda judicial en la que nos acusa por no haberle pagado el sueldo y ser culpables, como consecuencia, de un despido improcedente. Segundo caso: otro hombre de plena confianza, conocido por todos y enviado desde España, monta una distribuidora en un país importante de América Latina, algunos puntos parecen progresivamente extraños y finalmente uno de nosotros viaja para asegurarse de que todo está en orden: nuestra distribuidora no funciona demasiado bien, pero al parecer Enlace posee ahora allí un bar vegetariano para clientes gays. Tercer caso: esta vez hemos montado una distribuidora de más envergadura con gente autóctona del país, y tenemos una gran reunión en Madrid para analizar conjuntamente los resultados -mucha corbata, mucha cartera de ejecutivo-, nos presentan un informe y en esta ocasión los resultados son brillantes, todos estamos muy contentos, hasta que a alguien -siempre hay un aguafiestas- se le ocurre preguntar si se ha tenido en cuenta el cambio producido en el valor de las monedas respectivas... Perplejidad, desconcierto, llamadas histéricas al otro lado del charco -desde donde dan inconexas respuestas inocentes secretarias despertadas en su cama a las tres de la madrugada-, creciente deses-peración... Estamos, en realidad, poco menos que arruinados.

Esther Tusquets, ante el primer <i>stand </i>que montó su editorial en la feria de Francfort.
Esther Tusquets, ante el primer stand que montó su editorial en la feria de Francfort.

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