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Columna
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Vida beata

No le pregunten nada sobre las elecciones vascas (ese tema de alcance universal), ni sobre el nombre del ganador del último Gran Hermano británico, ni sobre el corazón de cuero de Diego Maradona. Tampoco sobre el Papa (porque el Papa es su madre, aproximadamente, con la salud de hierro y un sombrero imposible color pistacho). Todos esos asuntos vulgares y enojosos le caen lejos al príncipe Carlos. Nada sabe ni quiere saber de ellos. Vivir en la ignorancia es privilegio de unos pocos mortales y distinción de príncipes altivos y un sí es no es melancólicos.

El antiguo secretario privado del príncipe de Gales, que como todos los antiguos fámulos de la familia real inglesa se ha propuesto ganar unas libras largando por lo menudo las miserias de sus antiguos jefes, acaba de contarles a los perros de prensa del diario The Independent que su antiguo señorito "no lee los periódicos, no ve las noticias en televisión ni lee realmente las cartas que la gente le escribe". Eso cuenta el antiguo secretario indiscreto. Gracias a él hemos podido conocer que el príncipe perpetuo de Inglaterra, el mozo viejo que entretiene sus días de tedio y lluvia cultivando lechugas ecológicas en su huerto de ramas doradas, el futuro marido de Camilla Parker, habita en un poema de Jaime Gil de Biedma. No es extraño. Jaime Gil vivió en Londres y, junto a Luis Cernuda, es el más british de nuestros poetas.

El príncipe de Gales vive, igual que el personaje del poema del autor de Las personas del verbo, en un viejo país ineficiente que, esta vez, no es el reino de España, sino otro viejo reino carcomido por el tiempo y la Historia. El príncipe de Gales posee, entre otras residencias, una casa en un pueblo junto al mar y, según jura, una hacienda cada vez más mermada por ese Parlamento de gañanes y vendedores de enanos de jardín que gobierna su patria abolida por Jorge Bush II. Sin memoria ninguna, el viejo príncipe -lo asegura su antiguo secretario- no lee, no escribe, no sufre (de momento tampoco paga cuentas) y sobrevive como un noble arruinado entre las ruinas de su propio Imperio (las de su inteligencia no sabemos si existen o no).

No deja, en todo caso, de ser admirable la beatitud del príncipe. Ese empeño en casarse, en el otoño de su biografía, con su novia y amante perenne es la confirmación de su talante (eso sí que es talante) beato. Se supone -lo suponen su antiguo secretario y la prensa británica- que no leer los periódicos ingleses ni ver la televisión es algo negativo y un defecto imperdonable en alguien que trabaja como príncipe. ¿Quién les dijo que leer prensa amarilla y ver telebasura forma parte del oficio de príncipe? ¿Quién les ha convencido de que la información es lo mismo que el conocimiento? Ese príncipe ocioso y melancólico que tienen los ingleses, en su torre abolida, es su único valor y no lo saben. A él, "una clara conciencia de lo que ha perdido, es lo que le consuela".

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