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Las Fallas o la ocupación insaciable

Ir por la calle unos días antes de la semana de San José es comenzar a sentirse muy desgraciada por tener que vivir en la ciudad de Valencia y ponerse a pensar dónde huir para no tener que soportar lo que se nos avecina. De momento, quince días antes de la gran fiesta empiezan a verse calles cerradas al tráfico y a oírse algún petardo que otro. La ciudad ya está en movimiento, pues las fiestas son cada vez más grandiosas y se necesita más preparación para ello. Más o menos, a partir del despunte del mes de marzo, el movimiento comienza y al frente y dirigiendo la maniobra, cual emperador romano que quiere saciar a su pueblo, va nuestra alcaldesa y tras ella la Junta Central Fallera, conservadora y tradicional donde las haya. Pero la megalomanía comienza de veras con la llamada por antonomasia Semana Fallera. Porque tanto la una como la otra (alcaldesa y junta) dirigen y ordenan todo para que la fiesta sea así: grandiosa. Las fallas se montan, se cortan más calles, se oyen más petardos, las tracas se disparan, aparecen más buñolerías y chiringuitos y el apacible ciudadano ve con estupor que también se levantan más carpas, varias de las cuales ocupan el cien por cien de la calle.

La fiesta ha empezado: la ciudad se ve asaltada por todas partes, los pasacalles se suceden al ritmo de tracas y petardos, las carpas se llenan de gente fallera (entrada, por cierto, no libre sino restringida para los falleros de ese barrio), de ruido, de bocadillos y de vino, las orquestas de quita y pon proliferan, los churros y el chocolate se deslizan por el pavimento, los niños y mayores enloquecen con los petardos y los monumentos de cartón y de madera, las llamadas fallas, se yerguen llenas de colorido chillón y trazo grueso, formas exageradas, desnudos femeninos caricaturescos, chistes fáciles y de sal gruesa pero tristemente carentes de cualquier tipo de crítica y con el objetivo principal de llegar a ser, cada una de ellas, al menos las que aspiran a premio, la más grande y la más cara; de hecho, la falla que este año ganó el primer premio tenía estas características, las cuales eran expuestas con orgullo. De manera que las fallas, con todo su acompañamiento, es decir, carpas, tracas, orquestinas, buñolerías, van ocupando el máximo espacio posible en la plaza o en la encrucijada de calles, con lo cual se lleva a cabo un verdadera asalto a la ciudad con o sin el consentimiento de los vecinos.

La ocupación, el aprisionamiento no es en sentido metafórico. Muchos enclaves urbanos, calles o plazas quedan en condiciones isleñas. Los coches no pueden circular, con lo cual los vecinos no pueden ir al trabajo, al campo, al hospital o donde necesiten o quieran, y esta restricción de movimientos puede ser más grave para los enfermos, los ancianos o los niños muy pequeños; y para los muertos que, tal como ha pasado este año, uno debió ser llevado hasta el coche fúnebre a hombros de los amigos.

Pero no quiero que se confunda el sentido de mi escrito. Las fallas me gustaron en su tiempo y creo que es una fiesta con grandes y múltiples posibilidades: de creación, de alegría compartida, de desinhibición, de fuerza y de color. No critico la fiesta en sí, sino su uso. No estoy contra ella, pero sí contra su exageración, contra esa megalomanía que mucho me temo esté dirigida desde arriba tal y como he apuntado al principio. Estas fiestas, desgraciadamente, cada año que pasa son una suma y multiplicación de las del año anterior: más fallas, más ruido, mucho más dinero público. Están ya lejos aquellos años en los que se aconsejaba prudencia, se ponía límite a las medidas de las fallas, al manejo de tracas y petardos, sobre todo de los niños, a la longitud de los días de fiesta y a la cantidad de fallas y paradores que podían ser plantados. La fiesta se pensaba como una convivencia alegre en la ciudad. Eran tres días y la ciudad no estaba tomada y asaltada de la manera como se hace ahora, no existía la pugna entre el desenfreno y la moderación, entre las fallas y el ciudadano, entre la libertad y la bruticie, y una gran parte de sus habitantes no se veía obligada a huir amedrentada hacia parajes más tranquilos, que es lo que ocurre ahora. La fiesta no era un pan y circo para las masas, ni tampoco se pensaba tan descaradamente en los votos que esta especie de orgía colectiva podía proporcionar o en la cantidad de turistas que podrían captarse. Fiesta y descanso no eran oponentes, ni tampoco tranquilidad y alegría.

Hay muchas cosas sobre esta fiesta que deberíamos aclarar entre todos. Lo primero de todo es que las fallas no son ni sagradas ni patrimonio exclusivo de los falleros; por lo tanto todos podemos -y quizás debiéramos- opinar libremente sobre cualquier aspecto que nos guste o desagrade. Y esa especie de estúpida condena que parece flotar en el ambiente y que tantas veces sella las bocas, "si no te gustan las fallas es que no eres valenciano", deberíamos desecharla, pues forma parte de un terrorismo barato y absurdo que nada tiene que ver con la realidad.

Por otra parte, la ciudad continúa siendo ese gran centro de convivencia social donde vivimos, trabajamos y nos relacionamos, hecho de historia y de presente y cuyo protagonismo está enraizado en todos y en cada uno de nosotros. Por mucho que la radicalidad fallera (que no son ni mucho menos todos, pero sí los más arrogantes y ruidosos) quiera ocupar la calle, someterla a una intolerable presión (con los petardos descontrolados, por ejemplo), ignorar la vida privada (como subir estruendosamente el nivel de la música de los bailes nocturnos al aire libre hasta no se sabe cuándo), hacer oídos sordos a las voces apaciguadoras, creerse el ombligo del mundo y los amos de la ciudad, la realidad que están construyendo es más lacerante de lo que ellos puedan pensar: un amigo me decía amargamente que se estaban cargando la fiesta.

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En efecto, aunque la ciudad se llene de miles de turistas y de gente de los alrededores, todos ellos son eventuales. Las fallas son fiesta en tanto en cuanto ésta sea asumida, querida y disfrutada por una gran mayoría de los ciudadanos, pero deja de serlo si estos huyen de la ciudad (o se quedan en ella porque no tienen más remedio). Es decir, cuando no hay consenso sino imposición, pues es la ciudadanía la que da finalmente, con su participación y su presencia, veracidad a la fiesta.

Y por último ¿somos conscientes del peligro existente de por sí con el uso de la pólvora, el gentío, los niños, las calles cortadas, el fuego...? Seamos, al menos, responsables. Dejemos la irresponsabilidad en las altas esferas políticas, puesto que los que deberían cuidar por la seguridad de la ciudad no lo hacen.

Trini Simó es profesora de Historia de la Arquitectura y del Urbanismo.

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