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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Una leyenda urbana

Diego A. Manrique

Son las cosas de la gran urbe: el lugar donde trabajaba Joaquín Luqui queda muy cerca de donde vivo, pero rara vez coincidíamos y siempre quedaba en suspenso mi curiosidad por sus primeros tiempos, cuando animaba proyectos tan decisivos como Disco Expres, aquel improabable semanario musical editado en Pamplona.

Era más frecuente toparse con Joaquín en los viajes de promoción, aquellas expediciones que las discográficas montaban -hablamos de tiempos más prósperos- para ver un concierto y poner a tiro al artista para una entrevista.

Esas visitas a Londres o Nueva York tenían gran importancia para Joaquín: aparte del objetivo inmediato, le servían para saciar sus pasiones de coleccionista. No se trataba de un capricho: cuentan que alguna vez, cuando sus maletas superaban ampliamente el peso permitido por la aerolínea de turno, abandonó la ropa sucia antes que sus queridos libros, discos, revistas.

Más información
Joaquín Luqui, maestro de la radio musical española

Así, las anécdotas que protagonizaba entraban en el folclore de la industria musical, adquiriendo con el tiempo el carácter de leyendas urbanas. Se menciona menos que era acogido con cariño por todo tipo de artistas, desde el heavy más estridente a la última estrella del pop de Miami; ellos recordaban inmediatamente sus encuentros en Madrid y su bondad natural.

Con Joaquín resultaba imposible ese entretenimiento de la profesión que consiste en compartir maldades sobre cualquier figura: siempre concedía el beneficio de la duda, siempre buscaba lo positivo, siempre hallaba motivos para sostener su mitomanía. Su capacidad de aguante estaba por encima de la media. En todo: podía echar una cabezadita incluso cuando estaba siendo sometido a una tormenta de decibelios.

Aunque se desenvolvía en un medio poco religioso, mostraba su catolicismo sin complejos y soportaba las puyas inevitables, aunque a veces sacudiera la cabeza tristemente ante algunas decisiones tomadas en el Vaticano. Enseguida lo olvidaba y en el siguiente encuentro hacía discretamente la señal de la cruz sobre el pecho del provocador mientras preguntaba: "¿Todo bien, my friend?"

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