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Columna
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De procesión

¿Habría hoy Semana Santa sin operación salida y operación retorno? En Cataluña, al menos, la procesión automovilística, ese encontrarse todos juntos en la carretera, es un ritual que todavía marca época. Es muy curioso: todo el mundo abomina de las colas, pero acaba haciéndolas. La Semana Santa catalana es una gran cola, una interminable caravana. Se diría que esta es la nueva versión del inolvidable Vía Crucis de mi infancia: el mismo regusto agridulce, la misma sensación de ¿qué estoy haciendo aquí? Perdura la tradición de lo incomprensible.

La lentitud de algunas de estas colas actuales resulta tan aleccionadora como la de aquella interminable ruta de monumentos -el Jueves Santo- en la que la única distracción consistía en comparar, año tras año, la cantidad de palmas y palmones congregados en cada una de las iglesias visitadas. Hoy las nuevas procesiones de Semana Santa tienen el aliciente de ser un desfile excepcional de modelos automovilísticos: todo lo que sé de ese vehículo-fetiche, el todoterreno, lo he aprendido en el ejercicio colectivo de la cola. En un atasco de Semana Santa hay muchísimo tiempo para meditar y observar.

Conducir un todoterreno, por ejemplo, permite percibir la realidad desde un lugar superior, literalmente más alto. Por tanto, el conductor de esa máquina hecha para rodar por la selva urbana, ocupa un lugar-vigía desde donde domina el desarrollo de la procesión. Vivir la Semana Santa desde un todoterreno es disponer de un balcón para contemplar el avance de los pasos, las cofradías, las imágenes, la performance. Estos privilegiados forman parte del espectáculo: sus todoterreno son espléndidos monumentos. Los demás conductores, pegados al asfalto, participan del ritual como mirones, comparsas y devotos.

Unos y otros comparten este salir y retornar, el ir y el venir: la Semana Santa bendice el vaivén contemporáneo. Las autoridades colaboran en facilitar el rito colectivo y hay que agradecer que hoy sean gentes tan sandungueras como la consejera Montserrat Tura y el director general de Tráfico, Pere Navarro, quienes animen el lánguido discurrir de la procesión. Ir a la caza del control camuflado, del robot oculto, del policía disfrazado de dominguero, es un entretenimiento imprescindible para niños y adultos si el trayecto se eterniza: esa es la última propuesta. ¡Cuidado! Ir en coche por Cataluña, es como hacer un rallye: las familias le toman gusto al juego, atasco incluido. Obras inacabables, ingenios electrónicos, peligros varios, conductores suicidas o simplemente incompetentes: el suspense entre cuando se sale y cuando se llega está garantizado. Lo que cuesta ese viaje -en euros o en neuronas- nadie lo sabe, pero está claro que a todos les compensa. Las muertes incrementan el peso de la aventura y transforman la cola en manifestación religiosa de disciplinadas ovejas de redil.

El coche pasa, pues, a ser un instrumento de penitencia y gozo simultáneos: algo irresistible. El nuevo carnet por puntos -retrasado unos meses por su difícil aplicación- confirmará este atractivo al certificar la moralidad del conductor. En tanto que gran símbolo capaz de dar toda la libertad y, al tiempo, causar grandes tragedias, el automóvil no ha sido hecho para existir masivamente. ¿Cómo serán los atascos cuando 1.000 millones de chinos se aficionen al rito?

Pero hay milagros. Por ejemplo, ese hormigueo repentino que fragua el acuerdo, de todos y cada uno, para no coincidir en la carretera e impedir la maldita cola. A veces pasa, a veces logramos ese vacío total: la carretera sin colas. Es un milagro: lo llaman salida o regreso escalonado y se celebra como un gran éxito porque parece que las colas nunca hayan existido y que cada uno gaste su libertad y su Pascua en un inmenso espacio. Ancho es el mundo hasta que se vuelve pequeño.

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