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Ver la realidad a través de los ojos de nuestro enemigo

David Grossman

Nosotros, los israelíes, no nos atrevemos todavía a creer sin reservas que el cambio esté verdaderamente cerca. Son demasiadas las veces que nos hemos permitido creer y esperar para luego sufrir una desilusión. Tengo la impresión de que algunos pensamos que lo ocurrido aquí en los últimos años ha sido una especie de lección, o incluso un castigo por haber sido lo bastante ingenuos, o lo bastante estúpidos, como para confiar en la posibilidad de un resultado positivo.

Este exceso de precaución, este miedo aterrador a creer en la posibilidad de que nuestras esperanzas se hagan realidad -incluso en un futuro lejano-, no es más que un síntoma de nuestra situación.

Vivir durante tantos años en estado de guerra, vivir desde hace ya más de cien años en lo que se puede calificar de zona catastrófica, significa tener la sensación de que uno está atrapado en el tiempo, condenado a repetir una y otra vez los mismos errores. Uno tiene la vaga y lejana impresión de que no vive la vida que le habría gustado. Siente que no tiene la oportunidad de explorar lo que tiene que ofrecer una vida normal, una vida pacífica. Tiene el recuerdo, pero hay muchos momentos en los que, por pura desesperación y por puro miedo, empieza a creer que esta locura es la vida real, que la guerra es la única forma de vida posible.

En esta situación, cuántos israelíes y cuántos palestinos se han convencido a sí mismos de que los de enfrente son malvados por naturaleza, y en esencia, una especie de malvados existenciales, casi cósmicos, que se oponen a nosotros por pura malicia, sin justificación racional. En esta situación, todos elaboramos y fabricamos ideologías para justificar lo que hacemos y lo que nos ocurre, para ofrecer alguna explicación lógica de esta vida en la que las necesidades y los temores se convierten en valores y en la que el poder se convierte en el valor principal. Estamos tan envueltos en la distorsión que casi no nos damos cuenta del verdadero precio que estamos pagando por llevar ya cuatro generaciones de una vida paralela a la vida que podríamos haber tenido, la vida que nos merecemos.

Las dos partes se muestran entre sí su lado más oscuro. Las dos tienen excelentes motivos para justificar sus acciones e incluso sus errores. Ambas han convertido al enemigo en una versión tópica de la humanidad. Un catálogo de estereotipos y prejuicios.

En un clima mental semejante, el mismo hecho de escribir un relato o un poema -incluso aunque uno no esté escribiendo en ese momento sobre "la situación"- se convierte inmediatamente en un pequeño acto de protesta, de desafío; un acto de definición personal en una realidad que amenaza con borrarnos a todos.

Cuando escribimos, imaginamos o creamos, aunque sólo sea una nueva combinación de palabras, logramos superar durante un rato la dureza y la arbitrariedad de "la situación". Creamos vida dentro de una realidad que elimina la vida muy fácilmente. Dedicamos enormes esfuerzos a construir un personaje, darle sus rasgos humanos e individuales, y lo hacemos en unas circunstancias que -por naturaleza- actúan sin cesar para arrasar lo humano, para despreciar lo individual e idiosincrásico. Escribir en una realidad tan violenta es un intento constante de redimir la individualidad, de reclamar la singularidad del individuo, en una situación que desdibuja la singularidad y el matiz, una situación que invade la intimidad y viola el espacio personal. Cuando escribimos, logramos experimentar la flexibilidad casi olvidada que supone un cambio de perspectiva, mirar la realidad a través de los ojos de otra persona, a veces incluso los ojos de nuestro enemigo.

No hay nada de malo en ello: el deseo de ver la realidad a través de los ojos de nuestro enemigo no "debilita" lo justo de nuestra posición, si es que de verdad lo es. Nos obliga a ver la realidad tal como es, en toda su complejidad, y no la imagen de la realidad que soñamos cuando proyectamos sobre el mundo nuestros miedos, nuestros anhelos más profundos y nuestras ilusiones. En realidad, es un deber que nos impone el estado de guerra: intentar comprender cómo interpreta el enemigo el complejo texto de nuestra realidad común. Así podemos saber exactamente qué es lo que ve y qué es lo que no ve, y qué historia es la que se cuenta a sí mismo, esa historia en la que, a veces, queda atrapado. Es posible que entonces seamos capaces de entender, como no hemos entendido jamás hasta ahora, que ese enemigo aterrador y demoniaco no es más que un grupo de personas aterradas, atormentadas y desesperadas, igual que nosotros. Ése será el comienzo de cualquier proceso de reconciliación. Y una cosa más: el enemigo también es el que ve nuestra cara más oscura, más cruel e incluso brutal, la que le mostramos en tiempo de guerra. Por supuesto, nos gusta decir que esa faceta que mostramos es sólo "provisional", simples medidas que tomamos contra el enemigo hasta que amaine la ira, termine la guerra y volvamos a ser los seres humanos de espíritu ético que éramos antes. Pero es posible que, en realidad, el enemigo haya visto antes que nosotros hasta qué punto la crueldad y la falta de humanidad han penetrado en todas las áreas de nuestra vida, incluso las que se supone que no están en contacto "directo" con el enemigo. De forma que la imagen de nosotros mismos que obtenemos al ver la realidad a través de los ojos de nuestro enemigo tiene que servir para conocernos mejor y, tal vez, ayudar a protegernos de peligros mucho más terribles y fundamentales que esta disputa actual.

Ver la realidad a través de los ojos de nuestro enemigo nos puede librar de la tiranía de la verdad única que un país sitiado, un país amenazado e inseguro, se cuenta a sí mismo. Podemos liberarnos de la historia oficial que, a fin de cuentas, se convierte en una trampa para el país y le condena a estar continuamente atrapado en una situación de guerra.

Cuando nos atrevemos a entrar en contacto con toda la complejidad, toda la confusión de esta historia que son nuestras vidas, con el hecho de que no sólo nosotros tenemos nuestra historia, sino que el enemigo también tiene la suya, su propia justicia, su propio sufrimiento; cuando nos atrevemos a mirar la realidad cara a cara, sin demonizar al enemigo ni idealizarnos a nosotros, y viceversa; cuando dejamos que todas esas voces contradictorias hablen juntas, entonces tenemos el valor de entrar en el corazón de nuestro miedo -pero esta vez por otra puerta, una nueva- y entonces, de repente, en medio de la parálisis, vemos que nos hemos abierto más espacio para respirar. Durante un instante, un momento único, raro y delicioso, no hemos sido víctimas.Y todos sabemos que el principal peligro que amenaza a naciones como las nuestras, como las naciones israelí y palestina, es que acabemos convencidos de que existe algún designio divino que nos ordena matarnos unos a otros. Un designio divino que nos ordena vivir con la espada en la mano y nos condena a perpetuar nuestra tragedia.

En ese sentido, ya no somos libres. Somos víctimas de nuestra historia trágica, de nuestra psicología, de nuestro miedo y desesperación, de nuestra fatiga.

En estos últimos y terribles años, los que se han dedicado a escribir no han sido las víctimas. Los que han creado aquí, en Israel y Palestina -aunque no escribieran directamente sobre "la situación"-; los que han insistido en crear, inventar, imaginar, exigir matices, cambiar una y otra vez sus expresiones para agitar el corazón del lector, para no quedarse encerrados en los tópicos habituales; los que se han negado a describir la situación con los términos que intentaban imponerles los Gobiernos, los ejércitos y la propia situación, no han sido víctimas.

Espero, por el bien de todos,que pronto Israel se encuentre en una situación completamente distinta: que la ocupación haya terminado o, al menos, que, como parte del proceso de paz, no haya una sola persona en toda la región que siga sometida a ocupación. Espero que las dos sociedades empiecen a investigar otra forma de vida, empiecen a expresar sus esperanzas en otros términos, hablen de crecimiento, y prosperidad, y apertura mutua, y curiosidad respecto al otro, y vayan despidiéndose poco a poco del vocabulario que utilizan ahora, en el que sólo están subrayadas, casi sin excepción, las palabras que se refieren a la violencia, las fronteras, el nacionalismo y el extremismo.

Y deseo que nosotros, los israelíes, seamos capaces -tal vez por primera vez en nuestra historia- de dejar de ser constantemente centro de atención mundial, una prioridad en las agendas internacionales; que, por fin, dejemos de ser una historia desbordante, como hemos sido desde el amanecer de los tiempos, y empecemos a ser una historia más entre las historias de todos los países; una historia especial, por supuesto, una historia apasionante, conmovedora e intrincada, pero no una historia desbordante; sólo una historia de vida como otra cualquiera.

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