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Columna
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La semana

Ya huele a incienso, o casi. Ya huele a cera, o casi. Ya está ahí. A la vuelta de la esquina. La semana. Con sus siete días de penitencias aliviadas con música y con caramelos. La doliente mascarada. El tan tan ratratán. El tituriru.

Ya están los partidarios de María Santísima de los Siete Puñales, como quien dice, haciendo cola para sacar la papeleta de sitio, y eso es lo bueno que tienen las procesiones: que siempre hay plazas disponibles, al contrario que en los hospitales. Ya están los devotos del Cristo de Perdón Infinito, por así decir, planchando su capa púrpura, su antifaz de raso negro, su túnica blanca con botones verdes, que ni a Victorio ni a Lucchino juntos se les ocurriría una cosa así, un atuendo de tantísimo ringorrango y majestad.

Ya están los musiquitos marciales sacando brillo a su corneta, cepillando el gorro emplumado de húsar, dando lustre a sus entorchados y charreteras. Ya están algunos dejando reluciente su coraza de centurión romano, su espada imperial, su casco con penacho de plumas ondulantes. Ya están desempolvando los capataces el terno azul de las grandes efemérides. Ya sueñan los costaleros con su epopeya hercúlea, al ritmo de trombosis de los trombones y al son de claridad de los clarinetes. Y de los tambores. Y de los timbales. Y del gong majestuoso, que siempre que suena parece anunciar la aparición entre fumarolas de Fu Manchú.

Ya queda poco. Ya queda nada. Ya se huele la cera. Ya se huele el incienso. Esto ya huele a gloria. Tan tan ratatrán.

Vas por la calle de Nuestra Señora de las Angustias en dirección a la calle del Espíritu Santo y te ves obligado a desviarte por la plaza de la Virgen de la Merced, atajar por el callejón de Nuestro Padre Jesús Cautivo y cruzar a toda prisa la avenida del Santo Sepulcro, porque en ese instante entra majestuoso en la antedicha calle de Nuestra Señora de las Angustias el paso de caoba y oro del Cristo de los Ocho Cilicios Caído Tres Veces en el Calvario, y al regreso tendrás que desviarte por la ronda de Jesús de la Salud para llegar a tu casa, sita en la calle de San Pablo Miki, porque el paso del trono de plata churrigueresca de María Santísima del Octavo Dolor estará inundando de esplendores penitenciales la plaza de San Alfonso María de Liborio.

Ya está ahí. Ya se huele. Todo llega, cofrades: las largas madrugadas errabundas, el calor litúrgico de los cirios, la luna de plata reflejada en los candelabros de plata, la algarabía barroca de chimpampunes y de voces de mando, la perspectiva cónica de los capirotes... Inolvidable. Cada detalle resulta inolvidable. Ratatrán.

En las peñas flamencas, los cantaores compiten en desgarro, melodramatismo y ayayay para ganar el concurso de saetas. A la puerta de los templos, las furgonetas de las floristerías descargan rosas y claveles, lirios y tulipanes, azucenas puras y orquídeas pecaminosas. Los pasteleros levantan pirámides ambarinas de torrijas. Los desesperados hacen su lista oficial de reclamaciones para leérsela a las divinidades ambulantes.

Ya está aquí. Ya llegó. Siete días con sus noches. Tiruriru. Buena suerte. Y ánimo.

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