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Cachitos de identidad

Las nuevas tecnologías permiten hacer más antigua aún una vieja foto del equipo de fútbol del colegio, darle esa tonalidad sepia que transforma incluso a hijos del Estatuto de Autonomía en alumnos de la Escuela Nacional. Hace poco me enviaron una de esas fotos. Pertenece a tiempos remotos en los que jugaba al fútbol. Repasé mentalmente la alineación y los nombres brotaban sin querer de mi boca al reconocer una mueca, un flequillo, una sonrisa. El portero se llamaba Ramón. "Se mató el año pasado escalando", me dijo el amigo que me la envió.

Muerto. De repente se corrió la tinta sepia y Ramón cobró vida, su voz resonó en mi cabeza, su torpeza graciosa y su timidez se aparecieron en forma de restos sueltos de memoria, fragmentos de sucesos de nuestra vida que llevamos dentro, fijados en algún rincón del cerebro, o donde sea que guardemos los recuerdos.

Importa la ciudadanía, la única fotografía que demuestra nuestra existencia colectiva. El resto, ¡qué más da!
¿Mataría por una foto? ¿De qué materia está hecha la identidad de los que matan para poder ser vascos?

Cada una de esas once caras me decía algo, cada nombre, cada silueta provocaba una ligera y casi imperceptible reacción en algún lugar de mi interior. Y pensé que de eso estamos hechos, de cachitos de escenas, personas, voces y lugares que cristalizaron un día y que permanecen dentro de nosotros, sedimentos que sumados todos hacen nuestra identidad.

Ramón era vasco, o quizás no, no lo sé; quizás no lo era y quería serlo, quizás lo era de toda la vida. Ni lo sé ni me importa. Su risa, sus dientes, sus dificultades al leer, eso me importa, eso es lo que llevo dentro. Ramón está muerto. ¿Qué tipo de vasco era Ramón?

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Mi primo me contó, que navegando el Amazonas, poseído por el letargo del calor y el sonido de la selva, creyó ver una ikurriña entre los árboles. Un misionero jesuita que afirmaba su identidad con la bandera en medio de la nada. Una noche de luna llena subí a una de las colinas que rodean Edimburgo para ver la ciudad desde arriba. Enfundado en una manta y embebido de oxígeno, silencio y cerveza, me pareció escuchar euskera detrás de mi. Deduje que serían vascos.

Vascos hay muchos, de muchos tipos. No sé si Ramón era nacionalista o no. No sé de qué materiales estaba echa su identidad, ni siquiera sé si cuando Ramón escalaba me llevaba en algún hueco de sus recuerdos latentes, como yo descubrí que le llevaba a él al ver la foto. No sé qué sentía Ramón al ver una ikurriña.

Debió ser una muerte rápida, despeñado, un golpe seco contra el suelo. ¡Qué horror! Entonces mis recuerdos de vasco se agitaron, noté cosas en el estómago, en la rodilla, en la nuca, y recordé un paraguas abierto sobre el suelo mojado, un charco de sangre en una oficina del DNI, bultos esparcidos por un parque de Vitoria... No lo recordaba, lo estaba viendo, y puedo verlo cada vez que quiero, está dentro de mi, soy yo.

Recordé el día en que asesinaron a Fernando Buesa y Jorge Díez. Ese día vi el miedo, lo tenía delante de mí en el rostro descompuesto, roto a llorar, de alguien que se veía a sí mismo en ese mismo parque de Vitoria, o en cualquier otro parque o calle de Euskadi. Eso era el miedo, el miedo a ser asesinado.

¿Mataría alguien por una foto de patio de colegio? ¿De qué materia está hecha la identidad de los que matan por poder ser vascos? Yo añoro las olas del mar, recuerdo la niebla y el otoño en un ascenso al Aitzkorri en una marcha de Gesto por la libertad de José María Aldaya, veo una bicicleta roja que tuve de pequeño, siento el miedo que tenía a que hubiera alguien debajo de mi cama. Pero no encuentro en mis recuerdos un tiempo en que los vascos éramos eso, sólo vascos; no noto nada en la rodilla que me diga que desciendo de un pueblo especial, muy antiguo, al que le han robado su ser. No hay fotos de color sepia que lo prueben.

Siento la ausencia de Ramón. De eso está hecha mi identidad más íntima y esencial. De cosas muy concretas, del sonido oxidado del balón al chocar con el poste de la portería, de pequeñas piezas de mi vida que, sumadas una a una y unidas con las de los demás, construyen el mundo. Cachitos de identidad que iluminan mis pertenencias y fidelidades, que me indican de dónde soy sólo de manera fragmentaria y tamizada por el paso del tiempo, el margen de inexactitud de la memoria y el capricho de mi rodilla.

¿A quién votaría Ramón en estas elecciones? ¿Cuáles son las identidades que nos llevan a votar una cosa y otra? ¿Influye una simple foto en un patio de colegio? Yo votaré con mis chachitos, mis fotos y esas risas, con ese rostro desencajado por el miedo... Igual Ramón votaba lo contrario. ¡Y qué! Somos cachitos de vascos, vascos por cachitos o vascos despedazados, hechos añicos, identidades naufragadas que, en ocasiones, sólo se reconocen en una vieja foto de un patio de colegio.

Por eso, sí, importa la ciudadanía y no el recuerdo, o el sentimiento, el ser o no ser. Todo eso es demasiado complejo y caprichoso para inspirar las leyes, demasiado equívoco para atribuirle la verdad. Importa la ciudadanía, la única fotografía que demuestra nuestra existencia colectiva. El resto, ¡qué más da!

Borja Bergareche es abogado.

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