Se acabó lo que se daba
El vecino
Pasqual Maragall es como uno de esos amigos divertido, campechano y parlanchín que no puede dejar de mostrar su ingenio en la sobremesa mientras juguetea con el puro. Qué vamos a hacer. Cosa distinta es ser el jefe de la Generalitat de Catalunya. Una hipótesis de su propensión deslenguada cuando resulta menos oportuno es que son tantas las cosas que ha de callar ante lo que se ha encontrado (y por cierto que al mencionar el ya famoso, y abstracto, 3%, todo el mundo supo a qué diablos se refería) que de vez en cuando padece de combustión interna. O también es posible que la espontaneidad sea ajena a todo este asunto, y se trate de una cadena de insinuaciones calculadas, un tanto como el jugador de ajedrez que adelanta inopinadamente un peón en la confianza de que el adversario (a lo mejor, también el socio) queda sumido de pronto en una perplejidad que le llevará al descalabro. O a la inversa.
El otro
Nadie descarta que el pepé perdiera las elecciones, hace ahora como un año, gracias a la mala sombra mediática de Ángel Acebes, por entonces ministro de Interior o algo parecido, que salía en la tele una y otra vez como una pesadilla interminable con su mandíbula batiente tildando de miserable a todo el que no compartiera su aviesa interpretación de unos hechos de origen todavía desconocido. No contento con aquella brillante actuación, se niega ahora, con su partido, a dar por cerrada la comisión de investigación del 11-M diciendo qué cómo van a hacerlo si el Gobierno se ha negado a tomar declaración a los delincuentes que ellos proponían que compareciesen. Se trata de embroncar, como si no tuvieran bastante con lo suyo en varios puntos de la geografía española, ante de reconocer que se equivocaron antes y siguen equivocándose ahora. No será mareando la perdiz como conseguirán ganar en su día las elecciones.
Todo tiene su fin
De entre todos los proyectos apasionantes y proposiciones ilusionadoras de Consuelo Ciscar cuando brilló a gran altura, quizás a demasiada altura en relación con sus proporciones, como responsable escaparatista de los cultura valenciana, no queda sino la más triste ruina. Irene Papas está medio desaparecida en combate, se supone que en Atenas y a cuerpo de reina a cuenta de nuestros impuestos, la ciudad del teatro es todavía algo menos que una entelequia y la Bienal de Valencia ya no vive aquí. Ahora le toca el turno a la autodenominada Fundación del Encuentro Mundial de las Artes, y a los premios que concedía ante el estupor apenas disimulado de los agraciados. Curioso que fuera un Ciscar, Ciprià, quien levantó nuestra cultura, y que sea otra Ciscar, Consuelo, la que tanto ha hecho por abismarla. ¿Qué se pondrá ahora en lugar de todo aquello? Cualquier cosa, ya que venía a ser la nada magnificada.
Lo que muestra la Mostra
Ni se sabe la de directores artísticos que han estado al frente de la Mostra de Valencia/Cinema del Mediterrani desde que Vicent Garcés era tercermundista agrícola y Ricard Pérez Casado su profeta. En cualquier caso, no parece que la palmerización icónica del territorio (Rafa Ninyoles dixit) haya sido decisiva en la definición de un festival de cine que acaso no tuvo en cuenta su lugar y sus posibilidades reales desde que echó a andar por esos mundos. Cierto que en su haber de los primeros años hay que anotar ciclos espléndidos de comedia italiana y el capítulo de homenajes a cineastas de fuste, pero nada que no se puede encontrar en la programación regular de cualquier filmoteca. El glamour un tanto huertano de Lluís Fernández no sirvió para levantar el vuelo, ya que un festival que se precie no puede fiarlo casi todo a la geriatría. Y después, nada. Un Berlanga jr. de paso y el desastre que ha llevado a José Antonio Escrivá a largarse a su tierra verdadera.
La gran ciudad
Otra cosa es que Valencia acabe convirtiéndose en una gran ciudad cuyo centro histórico estará vallado para los visitantes, de modo que los vecinos de ese islote tendrán que desplazarse mediante pasarelas alzadas, por lo que recuperarán a diario no sólo el esplendor, también el vigor entre robótico y anémico que caracteriza a las y los modelos que desfilan con sus gracias arrogantes por Cibeles o Gaudí. Una gran ciudad, sí, diría que sobre todo arquitectónica y algo estrafalaria en sus proporciones de espanto. Es posible que Santiago Calatrava, con su caudal de buenas y espectaculares intenciones, acabe por hacer más daño que todos los depredadores del ladrillo juntos, ya que además de compartir intereses gremiales tiene ideas de Jaimito, cualidad de la que otros no están exentos pero se la callan.
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