Nueva generación
Empiezo a sospechar que tanto ímpetu reformador, tantas y variadas reformas nacidas de y con rumbo a la periferia no son producto de la espontaneidad o la suma de una serie de reivindicaciones reprimidas en el pasado, sino una tarea emprendida ambiciosamente y con placer por esta nueva generación de políticos. Se trataría de una estrategia asumida de transformar el panorama político tan profundamente como se pueda llegar. De un grueso ego colectivo deseoso de pasar a la historia con una gesta reformadora, que, por su talante ingenuo, nos produce temor a los viejos.
Es cierto que cada generación merece dejar su impronta en la historia, que las anteriores las suelen mirar con recelo. Pero en lo que se refiere a las reformas políticas fundamentales, a nuestra edad se aprecia con más tranquilidad el dulce devenir anglosajón, con referencias a constituciones o usos lejanos en el tiempo, pero vivos -aquí, una institución con veinticinco años está caduca-, que el tremendismo meridional, más proclive a la ruptura. En él se busca destacar, que se sepa y se vea claramente lo profundo de la reforma, su originalidad, la diferencia con lo anterior y, sobre todo, la distancia con los otros, ese término tan españolazo surgido en el lenguaje político.
La de Ibarretxe podría suponer el primer hito de esta joven generación, educada en el seno de unos partidos muy consolidados y con lógica endogámica, cuyo aspecto más peligroso reside en su osadía, que deviene en unilateralidad y que va unida a su tremenda ingenuidad, peligrosa por la enorme carga de infantilismo que rezuma. Ni los datos económicos, ni la exaltada prepotencia de los propios, ni el amedrentamiento de los ajenos, con sus exilios políticos o profesionales, son razones que hagan recapacitar al lehendakari y abandonar aquella frase, tan cara a Franco, de que mi mano no temblará o de que el proceso es imparable. Un proceder peligroso sólo comparable al que mantenían aquellos que consideraban que Ibarretxe no hablaba en serio o que sus planteamientos se debían a que gobernaba el PP.
Pero también está presente el proyecto de reforma de Cataluña, donde el desaparecido ambiente de oasis no podrá apartar las reivindicaciones esbozadas por su presidente. Se concretan en recabar una financiación que pondría en crisis la financiación de otras comunidades de España, una sobredeterminada exaltación del particularismo cultural y una calificación de su territorio en equívoca predisposición a la soberanía. Todo ello con el compromiso del presidente del Gobierno, hijo de esta generación, de que lo acordado en Cataluña será admitido por él. Como si los acuerdos mayoritarios en un territorio tuvieran que ser, exclusivamente por mayoritarios, vinculantes para el resto de los españoles, por muy dignos que sean para tenerlos en cuenta.
En esa onda, pero con menos ínfulas, estaría la propuesta de reforma de los socialistas vascos, entre los que Maragall era todo un referente hasta hace muy poco. Una reforma también en sentido centrífugo, que suma a un nivel competencial más amplio que el del Estatuto actual un romanticismo moderado por lo patrio, posiblemente asumible y rubricado por la fórmula de "comunidad nacional", que sigue siendo equívoca a pesar de la churrigueresca modificación a la que se ha llegado este fin de semana. Quizás se pueda vislumbrar en esta postura del socialismo vasco una actitud de comprensión hacia el nacionalismo, incluso la sospecha de admiración, lo que acabaría explicando deslices como la declaración de legitimidad del sucedáneo de Batasuna, Aukera Guztiak. Son tics y gestos simbólicos propios de la comunidad nacionalista y que parecen dirigidos a propiciar su aceptación por ésta.
La persistencia tan agobiante del plan Ibarretxe es lo que quita trascendencia a esta profunda reforma socialista, porque tendrá repercusiones en el futuro, ya que, entre otra razones, el nacionalismo sabe ya que ése es su mínimo reivindicativo.
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