El Museo Egipcio exhibe la magia y belleza de las joyas faraónicas
"Por todas partes el brillo del oro", decía Howard Carter asomado a las maravillas de la tumba de Tutankamón. La casualidad ha creado una feliz conjunción egiptológica, y a las noticias que llegan de la vieja Tebas sobre la momia del joven faraón se juntan en Barcelona la visita del popular escritor sobre el antiguo Egipto Philipp Vandenberg con su novela sobre Carter bajo el brazo -El rey de Luxor (El Aleph)- y la exposición de joyas de tiempos de los faraones que ha organizado el Museo Egipcio. Entre las 240 piezas que se exhiben en el centro figuran objetos tan sensacionales como un anillo de plata de época de Akenatón con el cartucho -el nombre real- de Nefertiti, una pequeña y bellísima máscara de estatua del mismo material de las Dinastías XXI-XII (hace unos 3.000 años) y un espectacular pectoral con un colgante en fayenza decorada que presenta incrustado un escarabajo inscrito con un fragmento del Libro de los muertos.
La exposición, cuyos comisarios son Susana Alegre y Luis Gonzálvez, pretende aproximar al público a la joyería del Antiguo Egipcio con una explicación de los materiales -oro, plata, cornalina, electro, lapislázuli, pasta vidriada-, la tipología (collares usejet, menat...) y las funciones de los objetos, así como de su simbología. Gonzálvez recordó ayer que el oro, por ejemplo, remitía al sol, a la eternidad y la incorruptibilidad. También se hace referencia en la exhibición a los artesanos que crearon las joyas y se ilustra su proceso de trabajo.
Jordi Clos, presidente de la fundación de la que depende el museo, señaló la dificultad de reunir un conjunto como el que se expone y señaló que algunos coleccionistas privados propietarios de las joyas las usaban ellos mismos. Es el caso del contundente anillo de oro del alto sacerdote Sa-Neith, que un urólogo barcelonés llevaba siempre puesto y que el museo ha adquirido ahora a sus herederos. No está acreditado, en cambio, que alguien luciera -en tiempos modernos- la osada cinturilla con flecos propia de una cortesana o bailarina que se exhibe y que Clos definió como un tanga avant la lettre. Una cola de felino que pende del ceñidor, indicó, se acomodaba entre los glúteos.
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