No sin mi santo
YO, CUANDO VENGO a Barcelona, echo mucho de menos a mi santo. También lo echo mucho de menos cuando voy a Sevilla o a Murcia, entendámonos, pero en Barcelona me hace mucha más falta. En Barcelona no sé cómo se abren los grifos. En Barcelona llegas con la cabeza del revés a causa del consabido jet-lag y, según entras en la habitación, tienes que enfrentarte con un montón de artilugios (cadena del váter, grifo del lavabo, ducha o manubrio para levantar la persiana) que diseñó un individuo, al que a partir de este momento llamaremos "el capullo del diseñador", para que tú te sintieras un perfecto gilipollas y tuvieras que llamar a recepción a la primera de cambio. Yo, actualmente, no hago nada antes de que el mozo se persone. Antes, cuando yo era mucho menos cosmopolita, me iba a duchar, por ejemplo, completamente desnuda; me ponía debajo de la ducha, empezaba a tocar roscas o botones y, o bien me caía un chorrazo de agua fría, o bien no salía ni gota y era un chasco. También me pasó, pero no quiero abundar en este tema porque no quisiera ensuciar esta columna con incidentes escatológicos, llegar a la habitación, hacer las necesidades propias de cualquier persona humana, buscar luego el botón de la cisterna y no dar con él. En esa tal situación, a mí (concretamente), llamar al mozo me da tres patadas, porque yo soy una señora, y a las señoras de nunca nos ha gustado que se nos relacione con ese tipo de actividades. Cuando vengo a Barcelona con mi santo, él encuentra la manera de descubrir el funcionamiento de las cisternas, la tele y la persiana, y no porque él sea mucho más listo que yo (que anda así así), sino porque le puede la timidez y es un hombre incapaz de llamar a recepción. Que dice que le da corte. Luego hay otras cosas que hace bien, pero esa en concreto, de pena. Con tal de no llamar a recepción, cuando venimos a Barcelona, se pone el tío a la tarea de descifrar el funcionamiento de la habitación con las gafas de cerca. Como cuando les hacía a los niños el barco pirata de los Lego el día de Reyes. A la hora o así, sale del baño y dice: que ya sé. Ha descubierto muchas cosas. Hay veces que, por ejemplo, en Barcelona, la cisterna se activa cuando te levantas, otras hay que pasar la mano por delante de un sensor. Quiero decir con esto que el capullo del diseñador se plantea el diseño como una gincana, y el cliente es un concursante que ha de ir superando pruebas. En este viaje a Barcelona, ya te digo, le he echado mucho en falta porque entre grifos, cisterna y persiana se me llenó la habitación de mozos. Y para colmo, cuando ya conseguí ducharme y meterme en la cama, llamó un camarero que dice traía un detalle de la casa. Los detalles de la casa cuando estás a punto de dormirte te tocan la bola. El detalle era una copa de una mousse, y el camarero, un admirador de Adrià, porque el hombre, mientras señalaba la bandeja, me explicó con sumo detalle en qué consistía la mousse. Y yo ahí, en albornoz, con el euro en la mano. Si está mi santo, eso no pasa. Porque el camarero le ve la cara de mala follá que se le pone a mi santo cuando alguien le saca de la cama para explicarle una mousse y ese camarero se va sin decir palabra. Pero es lo que tengo yo, que soy mucho más agradable, las cosas como son. En total, que le llamé. Le llamé y le dije: amor, te añoro, y más estando en Barcelona. Pero me quedé supercortada porque lo noté como reticente; en serio, lo noté como cuando le pillas a alguien en un renuncio y está deseando colgarte el teléfono. Eso, con un océano por medio, qué quieres que te diga, mosquea un huevo. Te pones en lo peor. Colgué con desazón. Y pensé: qué coño, le voy a volver a llamar; así, si el tío está haciendo algo que no debe, al menos le doy la brasa. Vuelvo a llamar, y le digo: a ti te pasa algo. Y él, que no, que no. Lo típico. Es un hombre que nunca responde a la primera. Pero si él es reticente, yo soy insistente, y hasta que no me dijo, no paré. Yo creo que me lo acabó contando porque le estaba doliendo el dinero que me estaba gastando en la conferencia, y es que es un hombre que tiene muchas cosas buenas, pero le duele mucho lo que yo me gasto en telefonía y me lo hace saber con frecuencia. La confesión fue ésta: estaba solo en casa, comiéndose un sándwich, como cualquier hombre de su generación, y se puso la tele. ¿Qué ponían? Pulp fiction. Se la tragó entera. Pero no sólo eso, sino que dice que le pareció acojonante. Y eso le desconcertó, y dice que no sabe lo que hacer, si escribir una carta al director pidiendo disculpas por haber puesto a parir esa película cuando se estrenó; si regalarle a Javier Marías la última temporada en vídeo de Los Soprano con una nota que dijera: "Para ti la perra gorda"; si decírselo a los niños, con los que discutió varias veces sobre el asunto; si dar una rueda de prensa en una institución pública, o si pensar, aunque duela, que hoy piensa una cosa y mañana la contraria. No quiero pasar a la historia, me dijo con voz desesperada, por el tío al que no le gustó Pulp fiction. Lo vi tan angustiado que le dije: no te preocupes, cariño, que yo lo cuento en mi artículo. Y de eso quería escribir, aparte de decir que le echaba de menos. En Barcelona. Por lo de los grifos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.