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Columna
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Hablar del tiempo

El tiempo está adquiriendo categoría de obsesión nacional. Las sucesivas olas de frío han impuesto una evidencia: si hablar del tiempo es un recurso habitual cuando no hace ni frío ni calor, se transforma en monotema cuando hay motivos para comentar sus efectos. Para evitar caer en las redes de esta clase de conversaciones, evito la intimidad con desconocidos. En lugar de utilizar el ascensor, recurro a las escaleras, y observo que si vas con prisas por la vida los demás te descartan como posible contertulio experto en cambio climático. Si no me queda más remedio que subirme a un taxi, finjo hablar por el teléfono móvil durante todo el trayecto para protegerme de la más que posible conversación sobre el uso de cadenas en pendientes o el efecto invernadero.

A veces, al igual que les ocurre a los pobres camioneros atrapados por la nieve o a los usuarios de aeropuertos víctimas de la suspensión arbitraria de vuelos, no te queda más remedio que enfrentarte a una charla, sin posibilidad de escapatoria, sobre la cuestión. Por razones insondables, se tiende al episodio personal, al catastrofismo anecdótico o, peor aún, a la toma de posiciones. A muchos les resulta imprescindible manifestarse a favor o en contra del frío. "Yo prefiero el calor", dicen algunos. "Yo prefiero el frío, porque si quieres combatirlo sólo tienes que abrigarte, mientras que contra el calor no se puede hacer nada", replican otros. "A mí me da igual", pensamos algunos que preferiríamos hablar del último disco del trompetista Raynald Colom (My fifty one minutes), del desenlace de la película Reencarnación, de Uruguay, de la obra completa de la actriz Veronica Vanoza o de la poesía de Joan Margarit (La tristesa pot ser una passió).

El debate es estéril. Por eso mismo, en una comida en la que, ¡ay!, se impuso el tema del tiempo, se me ocurrió sugerir que una de las consecuencias del cambio climático podría ser el aumento de suicidios. Para argumentar la hipotesis, tan descabellada como muchos pronósticos sobre el futuro meteorológico, recordé que siguen aumentando los llamados "pactos de la muerte", sobre todo en Japón, donde hace unos días se quitaron la vida siete personas organizadas a través de Internet. El sistema más utilizado es la asfixia automovilística. Los suicidas se refugian en un aparcamiento y esperan a que el monóxido de carbono acabe con ellos. Me parece una cuestión mucho más relevante que el cambio climático, una moda atroz que está ganando adeptos y que el 17 de febrero mató a cuatro jóvenes japoneses más que también se citaron a través de Internet. Recordé la inestabilidad meteorológica de Japón y me pregunté si no tendrá relación con la presencia histórica del suicidio como solución radical a las angustias existenciales de sus ciudadanos (el doble intento del poeta Tokoku Kitamura, el príncipe Yamashiro no Oe, el almirante y kamikaze Matome Ugaki, el oficial Mitsuru Ushijima, el escritor Takeo Arishima -que se suicidó en compañía de su amante-, la periodista Akikui Hanato, el ministro Hasida Kinhiko, el general Koizumi Chikahiko, el príncipe Konoye Fuminaro y los novelistas Yukio Mishima y Yasinari Kawabata). La hipótesis, sin embargo, no tuvo ningún éxito. Deduje que nadie quiere hablar de tragedias y que comentar el tiempo es una convención aceptada precisamente porque, en general, es un tema inofensivo.

El problema es que el tiempo se está convirtiendo en un sucedáneo de catástrofe, con lo cual es fácil predecir que pronto nadie querrá hablar del tiempo en los ascensores o en la cola del pan. ¿De qué hablaremos cuando no podamos hablar del tiempo?

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