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IDA Y VUELTA
Columna
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Es tan obsesivo el frío

Fui a París para pasar frío. Luego he regresado hoy a Barcelona y alguien ha pensado que era el responsable del frío de la ciudad. Me fascinan las bajas temperaturas porque el frío dice siempre la verdad de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de Marbella. El frío es elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura. Fui a París la semana pasada y vi la nieve y me leí de un tirón un enigmático libro de José Carlos Llop en el que parece que las noches se hayan vuelto heladas para siempre.

Por el título, El mensajero de Argel, es difícil intuirlo. Pero es un libro gélido y peligroso, posee la belleza mortífera de la muerte y está muy bien escrito por un narrador que parece pariente directo de aquel hombre de las nieves cuyo cuerpo momificado fue encontrado en la grieta de un glaciar de los Alpes italianos, el glaciar de Hauslabjoch. Una belleza glacial recorre todo este libro de Llop que acaba de publicar Destino y donde el mundo parece un teatro de marionetas dirigido por un adolescente muerto. Viendo la acogida -como de silencio administrativo- que por el momento está teniendo la novela, se confirma una vez más que ser literato se paga cada día más caro en un mundo regentado por gestores no poéticos. Se ha llegado a una situación en la que acabará siendo delito escribir una buena novela. Dominan el cotarro editorial gestores que saben más de productos que lavan más blanco que del eterno hombre sin atributos que inventaron los libros. ¿Va la literatura hacia un espectacular suicidio colectivo?

En su libro, Llop crea una terrible atmósfera de artista de las marionetas que, casi de forma asombrosa, sustituye a la trama. Mezcla con habilidad una intriga geométrica con la novela de ideas en una propuesta tan original como lo es el personaje del desesperado Orfila Klein, que dirige un programa de radio en el que, a una hora imposible, entrevista exclusivamente a ancianos, un programa que no escucha nadie. La historia del hombre que llegó del frío. Tal vez la mía, mi historia. He leído la novela en un París glacial, donde me he dedicado a recorrer los locales más ultramodernos de la ciudad en un intento de romper con mi pasado parisiense y de paso con el calor mismo que dominó ese pasado. He visitado los restaurantes Kong y Lô Sushi en el edificio Kenzo, y también el gélido hotel Murano cerca de Republique, lo más innovador hoy en día de la vieja ciudad. Y me he muerto de angustia en todos esos sitios tan vanguardistas, pero sobre todo me he querido suicidar en el sótano zen que acoge el restaurante Lô Sushi, donde una comida minúscula maki y sahimi desfila ante los ojos de los hipnotizados clientes, y lo hace sin cesar, sobre una obsesiva cinta transportadora que zigzaguea silenciosamente por la sala. Un brutal antro polar y sushi para solitarios radicales. En la gélida barra cada uno de los clientes tiene un ordenador del restaurante conectado a Internet y un número -diría yo que mortal- de asiento que les ofrece a cada uno de ellos, a través de una técnica delirante, la posibilidad de conversar, si quieren, con los demás. Si tú eres el número 7, el 15 puede que se interese por ti y te mande un mensaje. Da pavor sólo de pensarlo. Pero lo más terrorífico de todo es que nadie conversa. Algunos parecen personajes de la novela de Llop. Y es que el futuro ya está aquí. Se llama frío polar y ha llegado hoy mismo a este desgraciado y congelado país.

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