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Columna
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El chulo

Era un tipo moreno de unos 30 años. Fumaba convulsivamente para subrayar su cabreo con la chica a la que abroncaba recriminándole su escasa recaudación. Ella le escuchaba tensa con un gesto que reflejaba una mezcla de desprecio y miedo. La conversación acabó con el silencio rendido de la mujer, mientras la mano derecha del proxeneta recorría su escote apartándole la blusa y conminándola a que mostrara mejor al público la mercancía. El chulo la dejó pegada a la pared y enfiló la calle buscando con la mirada a otra de sus "protegidas".

Contado así cabría imaginar que la escena tuvo lugar de madrugada en un callejón sórdido y oscuro de la ciudad, pero doy fe de que la contemplé a plena luz del día, sin disimulo alguno y en la esquina de Montera con la Gran Vía de Madrid. Todos los intentos de eliminar la prostitución en esa zona se han revelado inútiles. Se va a cumplir un año desde que el Ayuntamiento de la capital inició su campaña para erradicar la prostitución presionado por los vecinos y comerciantes de Montera.

Durante meses, el Consistorio concentró allí un ejército de agentes municipales con la consigna teórica de ir sólo contra los proxenetas. El efecto que produjo en realidad fue disuadir a una clientela a la que incomoda sobremanera hacer ese tipo de tratos con policías delante. Hubo momentos en que la espantada pareció ofrecer los resultados deseados, pero el espejismo duró sólo unas pocas semanas. Al principio, el negocio se dispersó por otras calles aledañas, incluida la propia Gran Vía, y después la comprensible inconstancia de los controles policiales terminó devolviendo la prostitución a Montera.

Con la Casa de Campo ha sucedido lo mismo. Las restricciones al tráfico y la vigilancia son hábilmente eludidas por las cientos de chicas que allí se exhiben semidesnudas. Está claro que Madrid no puede dedicar todos sus agentes municipales a controlar la prostitución callejera y, aunque lo hiciera, probablemente tampoco conseguiría eliminarla. Al no estar regulada por ley alguna esa actividad funciona con la misma física que los fluidos. La presión provoca un desplazamiento o dispersión hasta que encuentra un nuevo cauce o el camino de vuelta al anterior. Se calcula que hay 1.500 meretrices ejerciendo en las vías públicas de la capital y un abultado número de bandas mafiosas explotándolas vilmente. Puedo llegar a comprender el rechazo moral que suscita el legalizar un negocio basado en la venta del propio cuerpo, rechazo en el que paradójicamente coinciden los más conservadores y los más progresistas. Pretender, sin embargo, afrontar la prostitución y todo el entramado esclavista que le rodea sólo con asistentes sociales es de una mojigatería que roza el ridículo. Por abominable que moralmente pueda resultar habrá que aceptar que hay gente que prefiere comprar el sexo y que es necesario regular el negocio para fijar al menos unos derechos y unas garantías de higiene y, sobre todo, de seguridad frente a la explotación. En esto coinciden plenamente el alcalde Gallardón y la presidenta Aguirre lo que, por cierto, no es moneda corriente. Doña Esperanza aboga por crear un "barrio rojo" con impuestos incluidos y don Alberto, ya desde la presidencia regional, defendió una normativa "que acabe con el cinismo y defienda los derechos de las prostitutas". Curiosamente, su concejal de Servicios Sociales, Ana Botella, considera aberrante la regulación por entender que el mercado del sexo va contra la dignidad del ser humano. Gallardón suaviza esta aparente contradicción cuando afirma que la señora de Aznar tiene razón cuando dice que no se puede legalizar la esclavitud de chicas que son secuestradas para depositarlas en la calle y ejercer la prostitución. Esto es obvio y lo que hay que buscar es la forma más eficiente de evitarlo. Botella cree que incomodando a las mafias y abriendo nuevos horizontes a las meretrices, puede reducir su presencia en Madrid.

Sus intenciones serán buenas, pero la realidad le contradice tozudamente. Según la organización Médicos del Mundo, la prostitución en las calles de nuestra región aumenta cada año inexorablemente. Ni siquiera en el centro de la capital, donde la concejalía que dirige doña Ana se ha empleado a fondo, han conseguido frenar este negocio. Hoy en Madrid hay más putas y, lo que es peor, más chulos que nunca.

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