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Columna
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Clint Eastwood

Decía Ángel Fernández Santos en Más allá del Oeste que el western era el instante oscuro, trágico y compulsivo de donde venían los hombres de su generación. Así como en otro tiempo los soñadores frecuentaban las novelas de caballería, ellos eligieron las películas de vaqueros porque el cine ya era entonces una forma de resistencia. Sin duda se trata de un género difícil cuarteado por los tópicos y señalado con los peores adjetivos que ha dejado la guerra de sexos y a veces, sólo a veces, engrandecido por cierto sentido de la adversidad. Sin embargo a esta escuela ardua pertenecen casi todos los hombres que valen la pena, quiero decir, los que han pasado ya la frontera de los sesenta. Debe de producirse en esa edad algún duelo definitivo con uno mismo del que algunos individuos consiguen salir fortalecidos, con el orgullo intacto y una poética dureza de alma que los convierte en tipos absolutamente irresistibles. Clint Eastwood pertenece a esta estirpe.

No sé si su magnetismo radica en los ojos que miran como si fueran capaces de desnudarte por dentro, o en la forma de mover las manos al gesticular, o en un timbre de voz gastado y un punto hosco, con tantos registros para el escepticismo como para la ironía. Quizá ha tenido que envejecer para que su atractivo se impregnara con el poso de una nobleza silenciosa y de una emoción complicada que le hace capaz, a sus 74 años, de enamorar hasta los huesos a una mujer de cualquier edad en la butaca de cualquier sala de cine de cualquier país del mundo.

Hay en sus películas una poesía de la fatalidad, que las entronca directamente con los clásicos griegos a través de los viejos temas de siempre: el dolor de amar cuando ya no importa, el sentimiento de culpa, la búsqueda de los hijos perdidos, la muerte... No es frecuente en el cine de hoy encontrar una película atravesada por el mismo vendaval que se haya en el origen de las tragedias de Esquilo, sólo que ahora el viento no sopla en los acantilados del Egeo, sino en una esquina degradada de esa América lumpen que vive en roulottes y devora comida basura.

Million dollar baby es una historia sobre la clase de amor más compleja y al mismo tiempo más profunda que se puede dar entre dos personas, cuando la atracción física se teje con los mismos hilos que el sentimiento que une a un padre y a una hija. La chica viene de un desarraigo familiar tan profundo que no encuentra otra manera de encauzar su rabia que dando puñetazos hasta que un viejo boxing, negro y medio ciego, se apiada de ella. Finalmente un entrenador en la última cuesta de la vida, lacónico, lleno de cicatrices e irlandés, acepta ser su manager. Ahí es donde Edipo y Electra se dan la mano. Lo demás es ese paisaje desolado de la América profunda con gasolineras y autopistas y rings sobrevolados por el hado ciego del destino. En la última media hora la película adquiere un aliento de grandeza homérica, casi metafísica para culminar en una de las escenas más hondas e inolvidables y amargas que ha dado el cine.

Todos sabemos cuál es el único dilema que nos reventaría el alma por dentro y algunos también hemos pensado qué seríamos capaces de hacer, quizá, llegado el caso. Se trata de una decisión de una inevitabilidad tan incomparable que pone el corazón en la boca. Pero para contar esto Clint Eastwood no necesita grandes frases. Le bastan dos palabras en gaélico, moo graugh, un leve beso de despedida y la luz encendida de un bar de carretera.

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